Bajar a media tarde en diciembre a la playa con un libro hasta la puesta de sol es una temeridad para la salud en nuestras latitudes, pero en Bahía se trata simplemente, como en cualquier otro mes, del prefacio de una lectura frustrada.
Hacia el ocaso despuntan en el horizonte las velas de las jangadas. Irlas identificando es la primera parte del entretenimiento para visitantes ociosos. Pudimos contar hasta ocho aproximándose simultáneamente a la orilla después de una jornada de doce horas en el mar. Las más cercanas van recogiendo lo que ahora se aprecia como trapos deshilachados y desmontando el palo del mástil para usarlo a modo de remo en las últimas maniobras. La tripulación suele consistir en un padre y un hijo, o en un par de hermanos, o en cualquier caso nunca más de dos miembros, normalmente de la misma familia, pues embarcaciones tan sencillas no permiten mayor carga. La parentela que no ha navegado aguarda en tierra con cualquier cosa parecida a un cilindro que ayude a deslizar esos troncos atados (y poco más con lo que se arma una de estas naves) sobre la arena para dejarlos aparcados hasta la siguiente jornada que comenzará antes del alba, en menos de diez horas.
Si he hablado de visitantes ociosos, en este momento podemos dejar de serlo (lo segundo, al menos) ayudando a empujar las embarcaciones hacia su lugar de descanso, colaboración que siempre es bien recibida puesto que la precariedad, como en tantos casos aunque en este no lo parezca, no significa necesariamente ligereza. Lejos de aliviar, incluso en las constituciones más enclenques cunde el desánimo al comprobar que la primera en arribar lo hace sin más sobrecarga que la de su tripulación y los aparejos de pesca. También en este aspecto el repertorio de improvisaciones ruborizaría a más de un dominguero aficionado a los sedales, pero no me entretendré en ello deseoso de analizar cuanto antes ese desánimo al que aludía: podría pensarse en el del que espera poder comprar barato pescado fresco para la cena de esa noche, pero a mí se me ocurre sobre todo pensar en el que deben estar sintiendo padre e hijo después de tanto tiempo y esfuerzo infructuosos en el mar en las más duras condiciones. Y sin embargo no hay nada en su actitud que lo manifieste. Entre todos empujamos con rapidez la jangada sobre los rodillos dejándonos dirigir por las instrucciones de los marineros, y apenas ésta ha quedado colocada en su sitio, son ellos los primeros en volver a la orilla para ayudar a las siguientes que van llegando. De todas ellas, ninguna, excepto la primera, lo hará de vacío, pero reina tal hermandad que todos los foráneos quedamos sorprendidos, básicamente por ser desconocida e inusual en nuestros hábitos. Nadie deja de colaborar hasta que llega la última y la generosidad en el esfuerzo es la misma independientemente de la suerte que haya tenido cada cual con la pesca. Llego a pensar que todos forman parte de la misma familia, pero alguien que los conoce desde hace tiempo me aclara que no es así. De hecho, cada uno se lleva a casa sus capturas, sean pocas o muchas o inexistentes. ¿De qué depende que uno venga cargado de dorados, atunes y vermelhos y otro regrese sin nada? Parece ser que es una cuestión únicamente de suerte, todos son conscientes de ello y saben que mañana puede ser diferente sin que esté en su mano hacer nada al respecto aparte de salir a pescar como cada día de sol a sol.
Hay una familia que está de fiesta: su jangada ha vuelto con más de cuarenta kilos de pescado de todo tipo. Me llama la atención el dorado, que no tiene nada que ver con nuestras doradas: es un pez muy largo que en el mar presenta en sus escamas esa tonalidad que le da nombre pero fuera de él se va volviendo primero plateado y después grisáceo al ir yéndosele la vida. El ambiente festivo reina alrededor de esta embarcación a la que hoy ha favorecido la fortuna. Pero es una familia grande, seguramente la mayor de todas, y no tocarán a mucho en el reparto. Algunos visitantes hacemos nuestras compras. Los propios pescadores pesan las piezas en unos dinamómetros muy rudimentarios (os lo podéis imaginar, ¿no? Justo eso: ¡un muelle!) y allí mismo las trocean con habilidad, precisión y destreza. El pescado que no se ha vendido en la playa se llevará a la cooperativa de pescadores, así que todavía hay que subir la larga y empinada cuesta hasta el pueblo, algunos andando, otros en bicicleta, unos más cargados que otros, otros más acompañados que algunos, pero a pesar de todo resulta imposible encontrar un solo rastro de desencanto en esos rostros, o la más mínima sombra de tristeza, de desánimo, de amargura o de infelicidad.
Ya bien entrada la noche, al subir por la carretera, vemos desde el coche a algunos que todavía caminan de regreso a casa. Comentamos que nos gustaría recogerlos pero no disponemos de sitio en el vehículo para hacerlo. A pesar de todo, sigue sin haber en ellos el más mínimo gesto de pesadumbre. ¿Y por qué deberían tenerlo? ¿Por qué rastreo en sus miradas esas sombras? ¿Por qué me sorprende que no las haya? ¿Por qué me debería sorprender? ¿Por qué me extraño de que sean tan felices, tanto los que celebran como los que no? ¿Acaso no están todos celebrando su existencia? ¿Por qué me resulta tan extraña esa felicidad? ¿Será que estoy contaminado hasta el punto de no entender esa felicidad que debe de ser meramente existencial? ¿Será que he devaluado la mera existencia hasta el punto de atreverme a adjetivar con ella? ¿No es la existencia el sustantivo primordial, condición de posibilidad de todo lo demás que es accesorio respecto a ella ya sea sustantivo o adjetivo? ¿Y cómo es que no soy capaz de ver más que meras existencias cuando lo que se presenta ante mí es un repertorio de vidas bellas y gozosas, absolutamente plenas, eso sí, en un sentido tan distinto al que pueda tener la mía que apenas las reconozco como tales? ¿Qué maléfico veneno me hace sentir tan diferente o incluso, acentuando la insidia, superior? ¿Cuánto más creo que valga la mía y por qué?
Después de cenar un vermelho tan fresco como jugoso, repaso las fotografías tomadas durante la tarde y descubro esta última. Me sumerjo entonces en los ojos de la niña para ver si soy capaz de encontrar en ellos alguna respuesta. Éstas ya serían rotundas dejándome seducir por la mirada de la chiquilla que vuelve a casa en bicicleta abrazada por su enamorado que se ha pasado el día entero en el mar por un pescado que compartirá con ella, pero resultaron vertiginosas sintiéndome escrutado (aunque fuera yo el que escrutara) por el vistazo distraído de una madre de quince años satisfecha y orgullosa de poder llevar a su modesta chabola algo con lo que dar de comer a sus hijos y que después de haberlos alimentado se quedará dormida en ese mismo abrazo a la espera de que llegue un nuevo día que no dejará de celebrar porque cambie su suerte.
8 comentarios:
Volveré, querido Jose, que ahora debo irme y no me gusta leer acelerada y, aún menos, a los amigos.
Que te traigan muchas cosas los Magos. A su encomienda parto para no contrariar la ilusión de los más pequeños.
Hablando de lecturas frustradas...
Felices reyes igualmente.
Ahora sí, leí esta entrada con la tranquilidad debida y... qué decirte. Los que nos ha tocado en suerte (¿?) vivir en un determinado punto del planeta estamos muy alejados de la lucha cotidiana por la supervivencia, todo nos llega muy limpio y bien empaquetado, no vemos los sudores que se requieren para conseguirlo ni los esfuerzos de otros para que el pescado haga nuestras delicias o las verduras resulten un bocado divino.
¿Superiores? No creo; en cualquier caso, distintos, muy distintos somos, muy re-civilizados.
Me ha llegado mucho esta entrada; Jose, pone de manifiesto tu preocupación social, tu sensibilidad aún no anestesiada por los patrones occidentales.
Lleva a la reflexión. Que cada cual medite sus luchas cotidianas y las compare con las de estos seres humanos que nos traes. Supongo que, casi todos, llegaremos a la conclusión de que no tenemos derecho a ser unos quejicas.
Un abrazo grandote y ya ves que he vuelto, que esta mañana he tenido que salir de estampida cuando mi calvo me llamó por teléfono para ultimar los Reyes, y a él nunca lo hago esperar. Ordena y corro, así me tiene de tonta, ay.
Que entrañable esto que nos cuentas, también en alguna oportunidad me he preguntado lo mismo, si no estoy contaminada, porque me cuesta entender a veces su manera simple de ser felices, la solidaridad y generosidad en su tarea. Vivo cerca a varias playas, soy del Caribe Colombiano y la pesca es el medio de vida de la gente sencilla.
Gracias por compartir este repertorio der palabras e imágenes bellas, que me han hecho soñar, vibrar y cuestionarme de nuevo ¡por que trato de rastrear sombras siempre en la mirada der los otros que parecen estar plenos?
Me gustó haber llegado a tu blog, a través de otro blog amigo, te seguiré y si me lo permites te añadiré en mi lista para estar pendiente de tus actualizaciones.
Un abrazo y gracias de nuevo por estas estampas.
Las fotos son preciosas...la de los pescados parece un anuncio de River: su nombre no aparece en la lista, mire a ver el del piscaoo :D
Igual es que hemos perdido la capacidad de la alegría al mismo tiempo que la del sufrimiento, Jose, nuestro umbral del dolor ya no es bajo sino mínimo; nada soportamos ¿como aceptar lo que soportan otros que además son mucho más felices?
espero que los reyes se hayan acordado de Mr Laurent :D
Nueva grata sorpresa en tu escrito Jose. El comienzo de una narración descriptiva que me ha hecho vivir lo que vivísteis por esa manera tan especial que tienes de contar las cosas, deviene al final en una lúcida reflexión sobre la felicidad de los detalles y lo sencillo. No puedo más que apoyarme en tu escrito para convenir que la felicidad no está tan lejos ni cuesta tanto.
Un abrazo fuerte como sencillo símbolo del aprecio hacia lo que nos muestras.
Muchísimas gracias a todos por pasar por aquí y comentar.
Sigo buceando en los ojos de la garota de la bicicleta.
Un abrazo y hasta pronto.
Una maravilla, Jose. Seguramente reflejo de un maravilloso viaje. Qué envidia. Y qué bien escribes.
Abrazo de los grandes.
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