martes, 23 de septiembre de 2014

Perturbable


Soy fácilmente impresionable: me dejo persuadir por argumentos sutiles sin oponer apenas resistencia, cualquier simpatía me seduce al instante y ante el menor atisbo de felicidad recupero inmediatamente el juicio.

Hay quien cree que nadie convence a un alma que no sea joven.

Pues eso.

martes, 9 de septiembre de 2014

"Pulsaciones" (Relato breve)



Lo había intentado todo para recuperarla: concederle el tiempo de reflexión que le pidió; recapacitar sobre sus defectos e inventariarlos con honestidad; disculparse humildemente tanto por las faltas como por los excesos; prometerle fidelidad y respeto eternos; admitir las desatenciones con sincero arrepentimiento y voluntad de enmienda; confesar que enloquecería si continuaba apartado de ella; aceptar que su vida había dejado de tener sentido y que prefería morir antes que seguir así, cada cual por su lado, el uno sin el otro, pero especialmente él sin ella.
Y todo esto en un aluvión de llamadas, notas y mensajes tan incesante y desmesurado que podría parecer que la estuviera acosando. Ella le pidió entonces silencio, además del tiempo ya demandado en un principio, y a él no le quedó más remedio que aceptar sus condiciones a cambio de mantener viva la esperanza de que volviera con él. Fueron días terribles sin poder apartarla de su pensamiento.
Por las noches, tendido en la cama, era incapaz de conciliar el sueño notando en su pecho las palpitaciones irregulares de una agitación convulsa. Durante este periodo interminable no dejó de sentir ni un instante el vacío en su interior, la tristeza más intensa que jamás hubiera podido imaginar. Pero era consciente de que, después de haberlo probado de todas las maneras y de haberse dejado el alma en cada tentativa, sólo le quedaba apostar por esta posibilidad que ella le ofrecía ahora: dejar de insistir y mantenerse al margen en muda espera.
Alguna vez preguntó por ella a amigos comunes que le daban siempre respuestas vagas, cuando no evasivas discretas. En contadas ocasiones, vencido por la desesperación, había llegado a marcar su número de teléfono, pero sin acabar de dar nunca salida a esas llamadas; también le escribió cartas que no fueron enviadas. Incluso más de una noche se acercó hasta la casa de los padres donde ella se había ido a vivir tras la separación, y aguardaba oculto entre los arbustos del jardincillo delante del portal; pero antes de que apareciera claudicaba del afán por verla y se retiraba cabizbajo y meditabundo, envenenado de autocompasión y vergüenza, buscando el amparo de las sombras, como quien huye del eco de sus propios pasos errantes.
Transcurrieron los meses sin lograr calmar ese desasosiego; melancolía que acabó enraizando en lo más hondo de sus vísceras y que, en su ofuscación, identificó con la más pura y auténtica de las pasiones; ansiedad febril que lo condujo a creerse por fin, ahora sí, inequívocamente encadenado a su destino.

Al cabo de un año ella fue a buscarlo.

Cuando llamaron a la puerta tardó en reaccionar, absorto como estaba en la redacción de un pasaje complicado. Se levantó de su asiento sólo después de que ella insistiera con el timbre. Abrió y se quedó mirándola como si le costara reconocerla. En lo relativo al aspecto no habían cambiado tanto, podría decirse que apenas nada. Eso mismo dijo ella abrazándolo cariñosamente, arrumaco al que él correspondió con normalidad.
Conversaron de forma amistosa y muy relajada. A ella le sorprendió tanta placidez después de lo ocurrido, pero siguieron charlando en ese tono amable tocando sólo tangencialmente los temas más escabrosos. Después, ahorrándose otros preámbulos, hicieron el amor con solvencia, poniendo él la afición enérgica de un gimnasta, como quien se resarce después de una dilatada abstinencia en la que el deseo ha estado al acecho y el ardor contenido. Quizás ella esperaba mayor ternura, pero le satisfizo suficientemente la entrega y prefirió dejar para más adelante cualquier otro análisis.

Ahora, sentada al borde de la cama, mientras termina de abotonarse la blusa, se fija en la mirada ausente, en la ingravidez de la postura y en la insustancialidad del gesto, así recostado entre los almohadones. Permanece impasible, ajeno a todo cuanto le rodea, también a ella, por supuesto, como esperando una señal que ha de llegar de otro lugar, de otra presencia o quién sabe si de esta ausencia interrumpida. Entonces, sin causa aparente, él se activa como arrastrado por los hilos que ponen en movimiento las distintas partes de una marioneta.
Desde su posición en el dormitorio puede ver toda la salita. Recuerda perfectamente la distribución del mobiliario: enseres baratos que ella misma ayudó a montar. Le resulta curiosa la nueva ubicación del escritorio junto a la ventana. El sol de tarde se filtra a través de las cortinas acariciando sutilmente la superficie de trabajo con cálidos centelleos, como si del refulgir de musas inspiradoras se tratara. Junto a la máquina de escribir hay una pila de folios en blanco y al lado otra de papeles a medio emborronar. Una botella de agua mineral casi vacía, un paquete de galletas, un rotulador de punta fina apoyado sobre el cuaderno de notas y un diccionario enciclopédico completan este bodegón fascinante. Él entra en el cuadro con su pelo desaliñado y la camiseta de algodón puesta del revés, con un brillo tan intenso en los ojos que parece otra persona, muy distinta a la que yacía junto a ella hace un momento. Mira los últimos apuntes, se sienta y se pone a teclear como un poseso.
Después de un buen rato ella sale del dormitorio y cruza la estancia. De camino a la salida termina de colocarse la chaqueta con ademanes exagerados, pero no consigue llamar su atención. No quiere marcharse así, sin despedirse. Con la puerta entreabierta retrocede un par de pasos y grita un seco “¡Me voy!”. Él la mira fijamente sin levantar las manos del teclado y en la profundidad de sus ojos resplandece el alma de un hombre apasionado. Ella aparta enseguida la mirada por comprender que ha dejado de ser la causante de ese destello. Permanece un instante inmóvil bajo el umbral, observando en la pared del recibidor el gotelé que tanto detesta, concediéndole aún unos segundos para romper aquel mutismo insoportable.


Tras esta breve interrupción se escuchará de nuevo la percusión decidida de caracteres mecanografiados, y también un portazo, pero quizás ella aún no sepa que él ya no está en situación de dejar que nadie altere el ritmo de sus pulsaciones.


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Publicado en el nº 19 de la revista KALAT-ZEID (Calaceite, Agosto 2014)
Muchas gracias a la Asociación de Mujeres de Calaceite por la confianza y considerar que valía la pena publicar este relato.