Somos proclives a mitificar la primera vez: en
el amor, en el desengaño, en el éxito, en el fracaso, en el aprendizaje, en los descubrimientos… Al hilo de esa propensión me dispongo hoy a seguir el
rastro del primer compositor de la historia de la música. Para ello tendríamos
que fijar con claridad, antes que nada, el significado de lo que andamos
buscando, para que nadie nos diga, a la vista de lo encontrado, que definimos a
posteriori o interesadamente. Daré por supuesto que sabemos lo que es la música
y la historia, lo cual ya sé que es mucho suponer, pero no es este el momento
de entretenernos con tales disquisiciones. Sí será relevante que nos aseguremos
de estar de acuerdo sobre lo que implica el término “compositor”. A bote pronto,
lo más sencillo sería decir que es el que compone, el que hace composiciones; pero,
relativo a la música, interesa puntualizar que una composición no es un
producto cualquiera, sino la técnica y el arte de la creación musical. Y en nuestra
búsqueda, las palabras “arte” y “creación” serán determinantes, como formas de
expresión de un cierto talento, de una cierta forma de ser y estar en el mundo.
Buscamos a un artista, a alguien que ejercita estando dotado para ello. Insistiré
en alguno de estos matices, pero no quiero ahora tardar ni un segundo más en
emprender nuestro viaje.
Allá vamos.
Cuando Aristóxeno
escribe sus Elementos
armónicos (ca. 330 a.C.)
basándose en los tratados pitagóricos sobre teoría musical, está pensando más
en la naturaleza de los sonidos, su lugar en el cosmos, sus efectos y sus
empleos adecuados en la sociedad, que en la creación artística propiamente
dicha. Así, aunque quizás sea él el primero en llevar los sonidos a un papel
(escribir música), no podemos hablar aún de composición.
Resulta evidente
(así lo sabemos por los textos y la iconografía en bajorrelieves, mosaicos,
pinturas y esculturas) que la música en la antigua Grecia, y después en la Roma
imperial, era muy importante tanto en la vida militar, como en el teatro y la
religión, siendo parte inseparable del culto a sus dioses. Pero hay que decir
que los intentos de recrear en la actualidad la música griega de aquella época,
han de sobreponerse, con más imaginación que fundamento, a los enormes vacíos
con los que se encuentra el voluntarioso arqueólogo musical. Los fragmentos que
se han conservado son escasos y de difícil lectura: algunos coros e himnos que,
en las versiones discográficas existentes (y gracias a la osadía de algunos
intérpretes) acaban sonando demasiado parecidos a paisanos suyos contemporáneos
nuestros. Estoy pensando en Xenakis, ni más ni menos. Espero que esos valientes puedan perdonarme.
La mayor parte de
esta música estaba vinculada a acontecimientos sociales que la Iglesia
primitiva despreciará años más tarde, lo que acabaría dando lugar a la
desaparición de estas tradiciones a principios de la Edad Media. Así, se
hicieron todos los esfuerzos posibles no sólo para mantener al margen de la
Iglesia esta música que podía corromper a los fieles, sino también para borrar
todo recuerdo de la misma. Mientras Roma caía como imperio, la iglesia
cristiana avanzaba, no diré que silenciosamente en el contexto de esta entrada.
Es difícil calibrar cuánta y cuál de esa música proveniente de Grecia se incorporó
a la iglesia cristiana durante los primeros siglos de su existencia, pero no
cabe duda que se rechazó de forma definitiva toda aquella que cultivara
simplemente el goce artístico, así los tipos vinculados con los grandes
espectáculos públicos: festivales, torneos y representaciones dramáticas. El
canto de himnos es la primera actividad musical registrada de la iglesia
cristiana. Plinio el Joven ya informa de estas prácticas hacia comienzos del
siglo II. En la época bizantina se habla de un tal San Romano el Melodo como
principal exponente de los kontakion estróficos, una clase importante de
estos himnos, especie de elaboración poética de un texto bíblico. Permitidme
que no lo tenga en cuenta como candidato a ser nombrado primer compositor de la
historia de la música.
Casi todo el corpus
de canto llano que conocemos, utilizado en las liturgias de occidente, procede
de fuentes basadas en versiones romanas, con añadidos y cambios hechos por
músicos y copistas locales. El centro más importante de la Iglesia occidental
fuera de Roma fue Milán. Su obispo desde el año 374 hasta el 397 fue San
Ambrosio, el primero que introdujo la salmodia antifonal en Occidente. Más
adelante el papa Celestino I la incorporó a la misa de Roma. Se trata de un
modo de cantar los salmos (canto ambrosiano) en que un solista o lector entona
la primera parte del versículo y la asamblea responde cantando la segunda
parte. En el 387 San Agustín comenzó a redactar un tratado Sobre la Música, en el que
estudia aspectos como el metro y el ritmo, la psicología, la ética y la
estética de la música, y aún tenía pensado tratar la melodía. Entre los
siglos V y VII numerosos papas se encargaron de revisar la liturgia y la
música. En el siglo VI ya existía un coro papal y parece ser que el papa
Gregorio I, que ejerció su pontificado entre el año 590 y el 604, intentó
regular y normalizar los cantos litúrgicos en un orden que permaneció intacto
hasta el siglo XVI, impulsando el movimiento que condujo finalmente al
establecimiento de un repertorio uniforme de canto llano para su uso
eclesiástico en todos los países, lo que hoy conocemos como canto gregoriano.
Entenderéis que tampoco piense en él, ni en Celestino, ni en Ambrosio, ni en
Agustín, como el personaje que estamos buscando, pues estos padres de la
iglesia mantenían que había que valorar la música en su poder de elevar las
almas hacia la contemplación de las cosas divinas, sin detenerse en la idea de
que la música podía escucharse únicamente con fines de deleite estético, por
mero placer. Así, se trataba de una música al servicio de la religión, sólo
digna de ser escuchada en la iglesia, olvidando el disfrute que puedan
producir los sonidos bellos.
Boecio (ca.
480-524) fue la autoridad en música más aclamada de la Edad Media. Su tratado De institutione musica (Los principios de la música),
fue un compendio de música dentro del esquema quadrivium,
de carácter preparatorio, al igual que las demás disciplinas matemáticas, para
el estudio de la filosofía. Quiso destacar la influencia de la música
sobre el carácter y la moralidad, como elemento para la educación de los
jóvenes, pero siempre como objeto de conocimiento antes que acto creativo o
expresión del sentimiento. Tampoco será este nuestro hombre.
Otros nombres me
vienen a la mente en esta búsqueda, repasando la discografía disponible de
música antigua: Hildegard von Bingen (1098-1179) aún en el canto llano, con sus
secuencias poéticas o con el Ordo
Virtum (Las virtudes,
ca. 1151), drama musical sacro no litúrgico; Léonin (ca. 1135-1201) ya en una
polifonía incipiente en dos partes, con sus graduales, aleluyas y responsorios
para el año eclesiástico completo llamados Magnus liber organi (El gran
libro del organum) del que forma parte el conocido Viderunt Omnes, que toma para
la voz grave una frase de canto llano preexistente y le superpone una
segunda voz solista; y Pérotin (1180-ca. 1207) que con su organum continúa la labor de Léonin en la
alternancia de canto al unísono con secciones polifónicas, ahora enriquecidas a
tres y cuatro voces. Poco se conoce de sus vidas, pero por los escasos datos
que nos han llegado de sus biografías y por lo que se desprende de sus obras, se
me hace difícil pensar que alguno de ellos sea merecedor de ser considerado el
primer compositor (o compositora en el caso de Hildegard) de la historia de la
música, siempre que queramos hacer justicia al significado de esta denominación.
Los cantos
elaborados, los grandes coros, los instrumentos y la danza se asociaban con los
espectáculos paganos, quedando excluidos de los oficios religiosos. Pero había
más música a parte de la eclesiástica, por supuesto. La notación musical no
aparece hasta el siglo IX en Europa occidental. Esta es la gran dificultad con
la que se encuentra el estudioso: la falta de fuentes escritas. La notación
medieval es deficitaria en signos comparada con notaciones posteriores. Así, la
interpretación de las obras es problemática. Además, se centra en una pequeña
parte del repertorio musical. La música tradicional, de diversión o canto
popular, no interesa al anotador y queda confiada a la transmisión oral. La
memoria juega un papel importantísimo en estas tradiciones: la obra que no se memoriza
se acaba perdiendo. Sólo podemos hacernos una idea de este repertorio por las
huellas que ha dejado en el arte culto. Los ejemplos más antiguos de música
profana que se han conservado son canciones con textos en latín: canciones
de goliardos, entre los siglos XI y XII. Los goliardos eran estudiantes y
clérigos de vida irregular, mendicantes que se movían de una escuela a otra en
los tiempos anteriores a la fundación de las universidades permanentes. Vivían
como vagabundos y los temas de sus textos están inspirados en el tridente de
los intereses juveniles de su época (quizás también de alguna otra más
reciente): vino, mujeres y sátira. El espíritu de estas obras es mordaz e
informal, como se desprende de las diversas muestras recogidas en los
manuscritos de Carmina Burana.
Quienes cantaban
las canciones de gesta y otras formas profanas en la Edad Media eran los
juglares o ministriles, clase de músicos profesionales de los que se tiene primera
constancia hacia el siglo X. Se trataba de marginados sociales que erraban
solos o en pequeños grupos, ganándose un precario sustento con el canto, la ejecución
instrumental, la prestidigitación y la exhibición de animales amaestrados. No
eran poetas ni compositores en el sentido que le damos hoy en día a esas artes.
Cantaban, tocaban y bailaban al son de canciones compuestas por otros o tomadas
del repertorio popular.
Sí podemos
considerar que están cerca de lo que estamos llamando “compositor” los
trovadores. En el Medievo, trovador era todo aquel que escribiese o compusiese
algo, pero la sustancia poética y musical de estas composiciones (canciones) a
menudo no es profunda, a pesar del ingenio y variedad de las estructuras
formales empleadas. Una de las acepciones de “trovar” en esa época es ponerle
letra nueva a una melodía existente. La transmisión de estas obras se hacía de
forma oral y pocas veces quedaban por escrito. Se han conservado unos 2.600
poemas trovadorescos y alrededor de una décima parte de sus melodías. En la
mayoría de casos cuesta identificar la autoría. El último y más grande de los
troveros (trovadores del norte de Francia) fue Adam de la Halle (1237-1288),
autor de Jeu de Robin et
Marion hacia 1284, obra
teatral musical conocida como pastorela,
balada a modo de diálogo entre caballero y pastorcilla, normalmente
adaptaciones de material popular. En esta línea también encontramos al trovador
Bernart de Ventadorn (ca. 1150-ca.1180), autor de una de las canciones que
mejor se ha conservado, titulada Can
vei la lauzeta mover.
Con estos autores
(goliardos, juglares y trovadores) creo que nos hemos aproximado bastante, pero
algo me dice que tenemos que seguir buscando, sin ánimo de despreciar a estos
creadores de géneros menores. Ya sé que, en cierto modo, puede parecer
despectivo el mero hecho de etiquetarlos así, pero no olvidemos que estamos
buscando al primer compositor de la historia de la música, y tenemos que ser
tan exigentes en el análisis como respetuosos con la terminología. Admiro
profundamente a algunos de ellos, pues son lo más parecido a nuestros
cantautores actuales, pero se mueven en un ámbito distinto al de los grandes
creadores en donde hemos de encontrar a nuestro compositor. Este no puede ser
un cantautor, insisto: con todos los respetos.
Aún en el siglo
XIII encontramos a ciudadanos cultos de clase media que comenzaron a cultivar
el arte de los troveros. En Alemania fueron los Minnesinger, que luego serían
los Meistersinger que Wagner retrataría en su ópera Los maestros cantores de
Nuremberg. En Inglaterra también hubo una vida musical muy rica, pero son
muy escasas las muestras que se conservan. Sí disponemos en España de más de
400 cantigas monofónicas (canciones en alabanza de la Virgen) en una colección
de manuscritos compilados entre 1250 y 1280 bajo la dirección de Alfonso X el
Sabio. Contemporáneas de estas eran las laude en Italia, cantadas en
procesiones de penitentes, o las canciones de flagelantes. ¿Alguien se atreve a
sacar de aquí a nuestro primer compositor? Yo tampoco.
Se hace imprescindible
un cambio de escenario que facilite, en lo social y en lo intelectual, un modo
de vida en que nuestro compositor florezca. Durante el siglo XIII se empiezan a
notar los síntomas de este viraje hacia una filosofía universal que separe la
razón de la revelación, lo humano de lo divino, los estados políticos del reino
de Dios. De este modo se asentaron los cimientos ideológicos de la escisión
entre la religión y la ciencia, y entre la Iglesia y el Estado. El mundo de la
música no permanecerá ajeno a estos cambios. Ars Nova (arte nuevo o
técnica nueva en oposición al arte antiguo: Ars Antiqua) será el tratado
escrito hacia 1322 por Philippe de Vitry (1291-1361). Con este término se
designará el estilo musical imperante en Francia durante la primera mitad del
siglo XIV, siendo los músicos de la época,
al amparo de esta nueva corriente, plenamente conscientes de estar
abriendo sendas en un territorio inexplorado. Se comenzó a producir mucha más
música profana que sacra. El motete, proveniente de la música sacra,
emergerá como forma musical adquiriendo características profanas. Algunos de
los más antiguos conservados pertenecen a este tratadista, pero me resisto todavía
a otorgarle a Philippe de Vitry, obispo de Meaux, el título de primer
compositor. Sus escritos (Ars contrapunctii, Liber musicalium y
el ya citado Ars nova) revelan su importancia como teórico, pero su obra
musical, incluso aceptando que influyó notablemente en músicos posteriores,
carece de la enjundia que deberíamos exigir a las creaciones de nuestro primer compositor.
Son cinco los motetes polifónicos de su autoría que se incluyen en el documento
musical más antiguo de la Francia del siglo XIV que se conserva, el Roman de
Fauvel, un manuscrito que data de 1310-14. Se le atribuyen muchas más, pero
de forma espuria. Escaso bagaje para quien ha de ocupar lugar tan insigne.
No buscamos a
alguien que apunte maneras, sino a un dominador de la técnica y del arte de la
creación musical, y si hay un artista que llevó ese nuevo arte a su
máximo esplendor fue Guillaume de Machaut (ca. 1300-77). Su obra conocida
incluye numerosas baladas, rondós, virelays, lais y motetes, todos ellos con un
contenido musical altamente refinado en el que se ponen de manifiesto los logros
del nuevo estilo con ingenio y maestría a partes iguales. Sus composiciones
sacras sólo constituyen una pequeña parte de su producción total, pero si
Machaut ha trascendido como un pionero ha sido gracias a su Misa de Notre Dame.
A partir del siglo XII hubo numerosas críticas por parte de la iglesia en contra
de la música compleja (polifónica). No se quería convertir la misa en un mero
concierto y no querían que la ornamentación oscureciera las palabras de la
liturgia. La Messe de Notre Dame, compuesta antes de 1365, es la
composición más antigua del ordinario de la misa (Kyrie, Gloria, Credo,
Sanctus, Agnus Dei y el añadido Ite missa est) debida a un único
compositor. Antes existieron algunos pocos ciclos anónimos, más o menos
completos. Pero la misa de Machaut destaca por su unidad, sus dimensiones, por
el control de la consonancia y de la disonancia en una textura a cuatro voces y
por sus estructuras cuidadosamente estudiadas. Se aprecia claramente una
coherencia (de enfoque y estilo) que mantiene integrados los movimientos, lo
cual no había sucedido nunca hasta entonces, por haberse tratado como elementos
independientes, normalmente tomados de diferentes fuentes a modo de selección,
lo que daba lugar a combinaciones fortuitas. Por fin nos hallamos frente a un
compositor que homogeniza el material temático para darle solidez a la obra,
guardando entre las diferentes partes una estrecha relación musical. La propia
creación se convierte en importante por sí misma, no por formar parte de un
acto a modo de mera herramienta. La música no se pone al servicio de un estamento superior (si lo hubiera),
relegando al músico a un papel de simple intermediario, sino que es el artista el que ofrece su
talento a la música para que esta tenga valor por sí misma. El Así sea de casi dos minutos de su Credo, llevando al límite la filigrana melismática a cuatro voces, no creo que fuera escrito para adorar a nadie más que a su propia creación, buscando la admiración y el regocijo de los amantes de la música de su época y de las épocas posteriores. De otro modo hubiera bastado con el par de sílabas latinas del Amen al uso, en voz única y unívoca.
Aquí os dejo una de la mejores versiones que existen de la Misa de Notre Dame, a cargo de The Hilliard Ensemble.
Aquí os dejo una de la mejores versiones que existen de la Misa de Notre Dame, a cargo de The Hilliard Ensemble.
En la bibliografía
especializada encontraréis los nombres de otros músicos que con
anterioridad a Machaut prudujeron sus obras musicales (Léonin, Pérotin,
Hildegard von Bingen, Adam de la Halle, Philippe de Vitry…) pero una neblina de
incertidumbre envuelve el análisis que podamos hacer de esas obras y de esos autores.
Yo apelo a un tipo determinado de músico creador: el compositor al que nos
hemos referido al principio tratando de definirlo. Sirva como muestra de ese
carácter distintivo la palabra de Hildegard von Bingen: “Yo no hablo estas
cosas de mí, sino de parte de la luz serena”; frente a la de Guillaume de
Machaut: “Mi fin es mi principio y mi principio mi fin”. Este último es, ya no
me cabe la menor duda, el tipo al que buscábamos. Guillaume de Machaut es el primer compositor de la historia de la música.
1 comentario:
Jose, es un gozo tu sabiduría musical. Lo vives, se te nota. Por ello, te remontas bien lejos en la Historia y haces una entrada absolutamente magistral.
Estoy en la descarga recomendada y ya me relamo: seguro que es una belleza.
Un beso.
Publicar un comentario