Escuchando a Ravel siento que la música por fin adquiere rango de trascendentalidad. Todo lo demás, anterior o posterior, me parece tentativa. Me consta que fue agradecido con sus antecesores que se dedicaron a ella con tanto ahínco y seguramente, de haberlos conocido, hubiera sido indulgente con sus sucesores a los que no quedó más remedio que tirar la toalla, muchos de ellos sólo después de enloquecer.
Si la música es la más divertida de todas las cosas inútiles a las que podemos dedicar nuestra existencia, la de Maurice Ravel es no sólo contingente, sino además necesaria. Y digo esto con la tranquilidad que da saber que todo el mundo conoce al menos el Bolero, y eso debería bastar para sanarnos.
Pero el que quiera gozar de la mejor salud posible que se haga con una buena versión de los Valses nobles et sentimentales, de Gaspard de la nuit, de la Pavane pour une infante défunte, de los Miroirs, de los Jeeux d'eau, de la Sonatine, de la Tombeau de Couperin, del Cuarteto de cuerdas y del Concierto para piano en Sol mayor.
El Adagio assai de este último es una de mis debilidades. Cuesta imaginar algo tan hermoso, pero mucho más aún que alguien haya sido capaz de escribirlo después de imaginarlo.
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