martes, 28 de septiembre de 2010

De Isolda a Carmen por culpa de Parsifal


Cuando alguien encuentra en Carmen el refugio anhelado después de haber sido embrujado previamente por los encantos de Isolda, parece que está haciendo el viaje al revés o, al menos, esa sería la conclusión a la que podríamos llegar si hiciéramos un análisis meramente formal de las obras de Wagner y Bizet. Pero ese no es el caso del que sentenció en alguna ocasión que sin música la vida sería un error, y tampoco del que no concebía el espíritu, la esencia de la música, sin relacionarla directamente con el amor. Y aunque fuera razonable pensar que estos enunciados hubieran podido salir de la misma pluma, en realidad fueron pronunciados desde posicionamientos radicalmente enfrentados en lo que hoy se recuerda como uno de los duelos más encarnizados y, por tanto, fructíferos (sobre todo si tenemos en cuenta que partió de una admiración mutua) en la historia de la estética. Porque si para el primero el arte era liberación, para el segundo era homenaje; lo que para uno era voluntad de poder, para el otro era redención en el sentido religioso del término; si el filósofo asumió sin complejos el papel de verdugo de Dios, el músico quiso resucitar los viejos mitos erigiéndose en apóstol de la castidad.

Carmen es una gran ópera, llena de momentos brillantísimos y pasajes inolvidables, y este es un juicio incontestable que seguramente compartirán la mayoría de aficionados al género, pero fue escrita treinta años después de Tannhäuser, y dieciséis después de Tristan e Isolda, obras con las que Wagner había establecido las bases de un nuevo lenguaje, no sólo para el mundo de la ópera, sino para el arte y la estética en general. Estas innovaciones fascinaron a Nietzsche que pasó pronto a formar parte del reducido círculo de amistades del compositor. Para el filósofo, aún una joven promesa, Wagner, ya en la cima de su carrera creadora, representaba el renacimiento del espíritu dionisiaco encarnado en la filosofía de Schopenhauer (El mundo como voluntad y representación fue el texto que cambió la vida de ambos). Para el músico, Nietzsche había de ser el que llegara para fundamentar filosóficamente toda su teoría estética, que en definitiva era la razón de ser de los grandes cambios conceptuales introducidos en sus óperas, entendidas ya como obra de arte total, unión entre música, poesía y acción, rompiendo la idea unidimensional del artista. Ambos coincidían en la necesidad de recuperar los valores de la tragedia griega, en el rechazo al sentido hedonista de la música como elemento simplemente accesorio sino como camino para desmitificar la realidad, no como un arte más entre las artes, sino como una categoría del espíritu humano. Fruto de estas ideas comunes será la obra de Nietzsche El nacimiento de la tragedia (1871). Wagner, buen vanidoso, alabó enérgicamente el texto (y a su autor) al verse reflejado en ella a la perfección.

Pero una vez pasado el deslumbramiento inicial, Nietzsche, al ir madurando como filósofo (y al mismo tiempo que también, por qué no decirlo, Wagner envejecía mal como compositor e ideólogo), fue viendo también las diferencias que subyacían en su relación con ese artista que entiende la música como un medio del que servirse y no como un fin en sí mismo, que entiende el mito en su significación religiosa (que aparecerá jactanciosamente en Parsifal) y no como un elemento consustancial al servicio del arte.

También hubo un Nietzsche compositor (algunas de sus obras musicales pueden encontrarse actualmente publicadas), autor de un Oratorio de Navidad, tres fantasías para piano, unos Poemas rapsódicos a la señorita Anna Redtel y un Himno a la amistad, que llegó a presentar estos trabajos a Wagner sin que el maestro llegara a prestarles la atención que su creador hubiera deseado. Aunque esto bien podría interpretarse como causa suficiente de su ruptura, pienso que no debería dejar de entenderse como una mera anécdota (tanto como la incredulidad ante dragones, yelmos mágicos, anillos todopoderosos y santos griales) ya que resulta evidente que hay razones más profundas para justificar el distanciamiento.

Así, Wagner acabará personificando en el pensamiento del filósofo la décadence que tanto detestaba, pero tuvo la cortesía de no publicar en vida del músico sus obras más polémicas al respecto: El caso Wagner (1888) y Nietzsche contra Wagner (1889), si bien no pudo contenerse de regalarle un desplante al abandonar prematuramente Bayreuth en la inauguración oficial del festival a la que había sido invitado personalmente por el compositor. Y entiendo que este gesto no tenía tanto que ver con las vanidosas ínfulas que se daba el músico (que necesitó hacerse un teatro a su medida para que se representaran sus óperas) como con el desacuerdo respecto a intentar hacer de estas representaciones una posibilidad de redención mística ofrecida magnánimamente a la humanidad.

¿Y por qué Carmen después de Isolda? Me duele pensar que se trate simplemente de una ironía de Nietzsche, pero así es. Bien mirado, la célebre opera de Bizet no va mucho más allá de las de Rossini compuestas medio siglo antes, pero es maravillosa y también recoge ese deseo carnal imposible de racionalizar, esa pulsión tan arrebatada que habita en las pasiones humanas que no dejan de ser la manifestación de lo dionisiaco que hay en nosotros y que no deberíamos reprimir mojigata y sistemáticamente para ser redimidos. Pero me temo que estos no son los rasgos fundamentales que hicieron a Nietzsche ensalzar esta obra de Bizet, defendiéndola a ultranza en sus textos en contra de Wagner. Estas características ya se encontraban en Tannhäuser, y en Tristan e Isolda, y él buscaba un contrapunto irónico a El anillo del nibelungo y a Parsifal para desmitificar filosóficamente a Wagner, así una música más liberadora, aquella que se asienta en la realidad, una música mediterraneizada, serena, cuya dicha es breve, y todo esto lo encuentra materializado en Carmen de Bizet. Esta ópera es contemporánea con la inauguración del Festival de Bayreuth, pero alejada del mito, estructurada en números independientes y cerrados con arias y recitativos frente al desarrollo dramático initerrumpido de Wagner, melodía infinita frente a melodía finita, la agilidad de los cambios emocionales frente al simbolismo dramático-psicológico del leitmotiv, la recuperación del modelo formalmente establecido frente al concepto de obra de arte total, el artista unidimensional frente al artista integral.

Supongo que esta contemporaneidad propició que Nietzsche se fijara especialmente en Carmen para desmitificar a Wagner, pero igualmente podría haberse servido de Fiordiligi, Susanna, Adina, Lucia, Norma, Lisa, Rosina...

"Lo que digo acerca de Bizet no debe usted tomarlo en serio. Tan cierto como que existo, Bizet -lo diré mil veces- no me interesa, pero actúa fuertemente como antítesis irónica contra Wagner." (Carta a su amigo y crítico musical Carl Fuchs del 27 de diciembre de 1888, poco antes de su hundimiento mental sin retorno.)

A mí sí me interesa Carmen (y no tendré el mal gusto de argüir que Frederich ya dio muestras de enajenamiento mental al redactar esta carta), y no me refiero a la de cigarreras despechugadas y folclore de charanga y pandereta como la que nos sirvió Vicente Aranda en su versión cinematográfica, ni seguramente (aún no la he visto) a la que Calixto Bietio nos pueda ofrecer ahora en Barcelona, con bandera española y toro de Osborne incluidos, buscando una provocación que ya no consigue con las groserías y las vulgaridades escatológicas a que nos tiene acostumbrados, sino a esa música perfecta, rica, precisa, refinada, ligera, dócil, gentil y amable de esa partitura sublime que cautiva irremisiblemente. Pues "lo bueno es leve y lo divino discurre con pie grácil" (Frederich Nietzsche, El caso Wagner. Carta desde Turín, mayo de 1888).

lunes, 20 de septiembre de 2010

Que pierda siempre el perdedor


He visto con cierta pesadumbre cómo durante los últimos meses se hacían obras en el Paseo de Santa Coloma, y esa aflicción no se debía tanto al desafortunado urbanismo de la intervención (que también) como a pensar que estaban preparando la vía para que Manolo Reyes (el Pijoaparte) llegara puntual a su encuentro con Teresa Serrat.

Y que conste que me encantaría que alguna vez vencieran los olvidados, los desaventajados, los menesterosos, los necesitados, los desamparados..., pero sería complicado manejarse en un mundo en el que ganaran los perdedores, dijeran la verdad los mentirosos, se jugaran la vida los cobardes, pagaran ronda los tacaños, sentenciaran con imparcialidad los injustos, callaran los charlatanes, se deleitaran en caricias los brutos...

Consuela pensar, al menos, que aunque el pringado no pasó del Besós en su carrera hacia la Costa Brava a por la chica, Luis Trías (el niño bien) tampoco consiguió acostarse con ella. Todo un detalle por parte del autor al que nunca le gustó escribir sobre ganadores, pero tampoco quiso que sus perdedores, aunque sólo fuera por pura coherencia semántica, ganaran alguna vez.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Con las raíces a otra parte


Y puestos a echar, mejor música.

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No me gusta la expresión "echar raíces" ni en el sentido de pertenencia a un lugar, ni en el de permanencia, pero quería escribir algo sobre esas raíces que la gente dice que tiene o echa en algunos sitios. Después de un par de intentos he tenido la sensación de estar poniendo letra a una canción de Alberto Cortez, por lo que no he podido pasar de este sencillo juego de palabras.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Larga espera


Lo mejor que le puede suceder a una larga espera es que uno acabe olvidando aquello que esperaba. De este modo, si alguien responde que nada al preguntarle sobre lo que está esperando, cabe la posibilidad de que se trate de un sabio.

Yo soy de los que aún siguen esperando algo, aunque ya no sabría decir exactamente el qué.