lunes, 25 de julio de 2011

Educados en el culto al esfuerzo


El talento es un valor a la baja. No se premia a los mejores, sino a los que más se esfuerzan, y de este modo la gracia permanece oculta bajo un manto de vulgaridad. Suplimos con tesón la ausencia de pericia y damos por suficiente cualquier mínima muestra de aptitud. Nos preguntamos constantemente sobre nuestras capacidades, pero desatendemos reiteradamente la búsqueda de nuestros dones, aquello para lo que estamos especialmente dotados.

Se dice que todo genio se compone de una pequeña parte de talento y una gran cantidad de perseverante dedicación, incluso algunos se atreven a cuantificar en qué proporciones se han de dar ambos aspectos. Yo no seré tan osado, pero sí me atrevería a afirmar que cualquier esfuerzo es en vano si no va adecuadamente dirigido, y que la primera muestra de agudeza consiste precisamente en ser consciente de su existencia o de su ausencia. Así, el talentoso sabrá reorientarse cuando sienta que su ingenio no se manifiesta en una determinada dirección.

Vale la pena volcarse en esa exploración con el mayor de los empeños. Yo aún no he obtenido resultados satisfactorios. Será que no me he dedicado a ello con el suficiente esfuerzo.

lunes, 4 de julio de 2011

Mano de pianista


El virtuosismo por el virtuosismo acaba siendo poco más que un alarde circense de muy escaso interés. Pero en ocasiones, esta idea general contamina los casos particulares de virtuosos que van más allá del mero exhibicionismo y a los que injustamente se desprecia por haber alcanzado la excelencia en una técnica entendiendo equivocadamente que esta no es compatible con la expresividad y el sentimiento.

Quizás como consecuencia de este rechazo, existe una cierta inclinación a admirar cualquier tipo de minimalismo, lo que da lugar a notables esperpentos en los que la vacuidad de algunos artistas es aclamada por un público de pobrísimo espíritu crítico e insaciable de banalidad.

Que se venere a algunos necios es irritante pero menos grave que el desprecio a algunos genios, y si ese desprecio viene dado como consecuencia del recurso fácil de haberlos etiquetado como virtuosos, doblemente desafortunado y cruel.

Hay obras maestras de la música cuya ejecución está al alcance de cualquier lego, y hablo de ejecución (en el sentido de poner dedos) y no de interpretación con toda la intención. He escuchado a tantos alumnos de primeros cursos de piano defenderse con solvencia ejecutando las Gymnopedias de Satie como a pianistas consagrados fracasar estrepitosamente interpretando la sonata en Si menor de Liszt. También abundan las malas interpretaciones de las Gymnopedias entre pianistas profesionales, pero no conozco a ningún principiante que se atreva a ponerle dedos a la Sonata de Liszt más allá del octavo compás. Sé que me sumergiría en terrenos pantanosos si pretendiera comparar estas dos obras sublimes, así que voy a centrarme en lo que pasa en ese octavo compás, y lo voy a hacer de la mano del pianista que a mi entender mejor ha interpretado esta sonata.

Me resulta muy fácil encontrar el CD de Krystian Zimerman en la estantería. Fue el primer disco compacto que me regaló mi padre y tiene el lomo descolorido. Después de tantos años ha perdido el amarillo intenso característico de Deutsche Grammophon palideciendo hacia un blanco parduzco que destaca entre los demás: el de Ivo Pogorelich también de Deutsche Grammophon con su amarillo original; el de Jorge Bolet; el de Leslie Howard; el de Martha Argerich; el de Sviatolsav Richter; el de Vladimir Horowitz. Mi preferido es el de Krystian Zimerman, grabado a comienzos de 1990, cuando el pianista polaco contaba con treinta y tres años de edad. Este es para mí el mejor disco para piano que se ha grabado nunca.

Subo el volumen todo lo que la convivencia vecinal permite y suena piano sotto voce el Sol más grave del teclado en la mano izquierda que apenas deja oír las mismas notas que hace la derecha una y dos octavas por encima. Silencio. Se repite el acorde y la pausa callada posterior y un frío siniestro hiela la sangre. Una sencilla secuencia descendente viene desde arriba lento assai para buscar de nuevo ese Sol profundísimo. Se repite todo de nuevo y llegamos al octavo compás en el más sobrecogedor de los silencios. El display del reproductor marca 53" cuando la espalda de Krystian Zimerman se arquea elevando hombros y brazos para iniciar el frenético ataque. Se puede oír claramente el crepitar de la banqueta al recibir el esfuerzo producido por ese movimiento crispado, decidido y poderoso.

La grabación respeta todo lo orgánico que hay en la toma de sonido (armónicos inconcebibles, fricciones, reverberaciones, chasquidos, respiraciones, incluso jadeos, pero sin caer en ningún caso en las payasadas que se concedía Glenn Gould en sus discos) y eso hace que se perciba sin merma toda la intensidad de la interpretación. A partir de este octavo compás: el delirio. Una auténtica sinfonía en un movimiento para piano solo que alterna pasajes de fuerza demoledora con otros de meditación nostálgica, de excepcional lirismo todos ellos. Una exhibición de destreza técnica tan prodigiosa como la profundidad del pensamiento musical que en ella subyace. Poesía melancólica y oscura armonía romántica como nunca antes de Liszt se había imaginado, y como muy pocas veces después se alcanzará, si es que alguna vez se ha alzanzado.

La primera vez que se escucha la sonata en si menor puede parecer que se trata de un pastiche producto del choque de pasajes de gran pericia técnica con otros más desmayados de íntima reflexión, pero en audiciones sucesivas, la constante mutación de los diferentes motivos nos hace ir descubriendo las conexiones existentes entre las partes. Cuando estas relaciones y vínculos se van revelando, la música se nos ofrece en toda su tensión emocional y peso intelectual, y esto sucede en esta sonata como en ninguna otra obra jamás escrita por alma de músico para mano de pianista.