viernes, 18 de octubre de 2013

Una nota tuya bastará para sanarme


Escuchando a Ravel siento que la música por fin adquiere rango de trascendentalidad. Todo lo demás, anterior o posterior, me parece tentativa. Me consta que fue agradecido con sus antecesores que se dedicaron a ella con tanto ahínco y seguramente, de haberlos conocido, hubiera sido indulgente con sus sucesores a los que no quedó más remedio que tirar la toalla, muchos de ellos sólo después de enloquecer.

Si la música es la más divertida de todas las cosas inútiles a las que podemos dedicar nuestra existencia, la de Maurice Ravel es no sólo contingente, sino además necesaria. Y digo esto con la tranquilidad que da saber que todo el mundo conoce al menos el Bolero, y eso debería bastar para sanarnos.

Pero el que quiera gozar de la mejor salud posible que se haga con una buena versión de los Valses nobles et sentimentales, de Gaspard de la nuit, de la Pavane pour une infante défunte, de los Miroirs, de los Jeeux d'eau, de la Sonatine, de la Tombeau de Couperin, del Cuarteto de cuerdas y del Concierto para piano en Sol mayor.

El Adagio assai de este último es una de mis debilidades. Cuesta imaginar algo tan hermoso, pero mucho más aún que alguien haya sido capaz de escribirlo después de imaginarlo.

jueves, 10 de octubre de 2013

Fin de una trilogía del desánimo


Nuestras ciudades son como vertederos de escombros
si las miramos con una cierta distancia.
Quizás por ello nos sintamos a salvo habitándolas.
Los carroñeros parecen indecisos ante la visión que se les ofrece.
Porque nuestras ciudades, incluso las más bellas,
son como vertederos de escombros
cuando se las mira con una cierta distancia.

Los vertederos de escombros y electrodomésticos viejos
se suelen mirar siempre de cerca.
No es fácil verlos con una cierta distancia.
Alguien se ha preocupado de que permanezcan ocultos en medio del paisaje.
Pero si alguna vez tenéis ocasión de contemplarlos con una cierta distancia,
coincidiréis conmigo en que son como nuestras ciudades,
vertederos de escombros y electrodomésticos viejos,
incluso las más bellas.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Morir es un deber


Es curioso que en ocasiones nos neguemos a reconocer el derecho a morir y que el debate sobre la eutanasia siga generando controversia, pero que por otro lado aceptemos de tan buen grado el deber de morir como acto necesario para la comunidad.

No podemos (debemos) perpetuarnos en la existencia por la sencilla razón de que han de cuadrar las cuentas. Qué lejos quedan aquellos anhelos de inmortalidad; aquella fe ciega en una ciencia que conseguiría hacernos eternos. Incluso me atrevería a decir que eso, hoy en día, ya está al alcance, aunque no para todos, por supuesto.

Una de las máximas que más puede ayudarnos a entender que somos seres sociales es que fuera de la comunidad sólo existen dioses y bestias. Está claro que no somos simples bestias luchando por la supervivencia ni mucho menos dioses regalando vidas infinitas para una partida en un juego que nosotros mismos hemos diseñado. Pero si triste es asumir que la vida eterna no podrá ser para todos, trágico es admitir que la mera existencia se esté convirtiendo en una carga para la sociedad.

No tendré inconveniente en dejar mi puesto al relevo cuando llegue el momento (y no me refiero tanto a las generaciones futuras, que vayan ustedes a saber los valores de esos pollos, como a las presentes más jóvenes que si bien tampoco es que lo tengamos muy claro al respecto, por lo menos ya están aquí) entendiendo que todos han de poder disfrutar de la fiesta y que morir es en esencia, más que inevitable o necesario, puro deber.

Eso sí, hasta entonces no nos resignemos a vivir sin la cuota de dignidad que nos corresponde por derecho.