jueves, 29 de enero de 2009

El inicio de la decadencia de Occidente


Era alrededor de las 19:25 horas del domingo 10 de junio de 1984. John Mcenroe ejecuta un buen primer servicio sobre el revés de Ivan Lendl que golpea cortado dejando el resto blando y a media altura, fácil para bolear de derecha y salvar el segundo punto de partido. Pero increíblemente la bola se va más allá de la línea lateral, y con ella las aspiraciones de que el zurdo norteamericano remontara el partido y se impusiera por primera vez sobre la tierra batida de Roland Garros.

En ese mismo instante fatídico del golpe fallido, mientras todos veíamos por televisión a Lendl levantar los brazos con la media sonrisa de la incredulidad y a John quedar afligido con el gesto apesadumbrado del desencanto, el cielo se cubrió de nubes negrísimas y un rayo de potencia devastadora impactaba sobre la torre Eiffel arrasando por completo la totalidad de la civilización occidental.

¿Que no os lo creéis? Lo que sucede es que a no se sabe todavía quien se le ocurró en ese momento rebobinar la cinta y dejó que la historia siguiera su curso, ese triste devenir que todos conocemos porque en él pululamos desde entonces. El talento sucumbía frente al tesón. El genio claudicaba ante el esfuerzo. La vocación era derrotada por la rutina. ¡Qué despiadada condena! Ver ese día a Lendl recoger el trofeo significaba asumir, más que el triunfo de la mediocridad, sí la derrota de lo inspirado, de lo brillante, de lo intuitivo, del don. Quedaban cerradas las puertas al imperio de las musas, de lo arrebatado, de la pasión en definitiva. Una vez más, pero ahora ya con tintes de irrevocabilidad (y esto es lo que confiere a este hecho histórico su capital relevancia) lo apolíneo se imponía a lo dionisíaco. Occidente perdía toda esperanza. Comenzaba la decadencia.

miércoles, 21 de enero de 2009

Salir guapo en la foto


Todos esperábamos oír ayer alguna frase célebre comparable a las de J.F.Kennedy o M.L.King, pero tuvimos que contentarnos con los ecos del "Yes we can" y con un montón de imágenes previsibles y, por qué no decirlo, bastante cursis y aburridas.

Harto ya de discursos vacíos y de políticas mediáticas voy a lanzar yo la mía (parafraseando en parte al primero) que a mi entender puede resultar muy útil en estos tiempos de egoísmo radical e hipocresía descarnada en los que nos ha tocado vivir.

No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, tampoco te preguntes qué puedes hacer tú por tu país, pregúntate que puedes hacer tú por ti mismo y, en la medida de lo posible, trata de salir guapo en la foto.

miércoles, 14 de enero de 2009

Leer y escribir


Cuando sentí la llamada urgente de la escritura pensé que había leído poco. Hice entonces una lista con los títulos que a través de diferentes fuentes consideré fundamentales dentro de la literatura hispanoamericana: Cien años de soledad, La ciudad y los perros, Rayuela, La muerte de Artemio Cruz, El túnel, Pedro Páramo, El obsceno pájaro de la noche... Me propuse no escribir nada hasta haber digerido bien estas obras, entendiendo que era necesario hacerlo como parte de la formación del escritor. El empacho fue monumental, y no por las obras escogidas, que son magníficas todas ellas (no hace falta que yo lo diga), sino por un error de concepto en mi estrategia. Olvidé en gran medida el placer de la lectura y me obstiné en extraer de los textos todo lo que tuvieran de aleccionador que pudiera servir a mis aspiraciones de literato. ¡Fracasé estrepitosamente! En esos textos hay arte, belleza, talento, genialidad, sabiduría y además suponen un enorme disfrute para todo el que a ellos se acerca, pero no han de tomarse como manuales didácticos porque entonces el desengaño es lamentable.

Entiendo que leer ha de servir para que la vida sea más placentera, y es en las vivencias (ya sean placenteras o no; ya sean propias, ajenas o inventadas) donde el escritor encuentra la materia prima para su labor. Leer puede ser una parte muy importante de estas vivencias, sin duda, pero la lectura enriquece la vida del escritor tanto como la del músico o la del pintor, y cada uno ha de ser capaz de extraer de ellas lo que después plasmará en sus creaciones.

Queda conmigo el goce personal experimentado al leer la prosa cautivadora de Juan Rulfo, pero creo que para la eterna formación del escritor se aprende más de una tarde de domingo en la solitaria espera junto al teléfono de esa llamada que no llega.

jueves, 8 de enero de 2009

El estornudo de la hormiga


Me gustaría oír a alguien hoy hablando de "cambio climático", y más después de haber visto ayer la ciudad de Barcelona a través de las copas nevadas de los árboles del Tibidabo. Esa expresión me ha parecido siempre una muestra clarísima de la soberbia de la especie humana, que además resulta muy útil a nuestros mandatarios como vil estrategia para tenernos atemorizados por las consecuencias devastadoras de los usos y costumbres en los que hemos sido educados (por ellos mismos) a modo de pecado original. Pero no nos dejemos engañar: cualquier atentado que pensemos que podemos hacer contra el planeta Tierra éste lo recibe con agrado, porque lo único que estamos consiguiendo es hacer el medio más inhóspito para el propio ser humano. ¿Le importa mucho a la Tierra un par de metros arriba o abajo el nivel de los mares, o algunos cientos de kilómetros de más o de menos en la capa de ozono, o unos grados más caliente o más fría la temperatura media anual? Me temo que no. La Tierra se ríe de esas preocupaciones humanas y piensa para sí: "¡Seguid! ¡Aniquilaos a vosotros mismos y libradme de vuestra plaga! Yo seguiré girando sobre mi propio eje y alrededor del sol como he venido haciendo los últimos cuatro mil quinientos millones de años, y si dentro de unos pocos me da por pensar en esa especie miserable que se denominaba a sí misma Homo Sapiens, me estremeceré lo mismo que hubieran podido estremecerse ellos por el estornudo de una hormiga".