Era alrededor de las 19:25 horas del domingo 10 de junio de 1984. John Mcenroe ejecuta un buen primer servicio sobre el revés de Ivan Lendl que golpea cortado dejando el resto blando y a media altura, fácil para bolear de derecha y salvar el segundo punto de partido. Pero increíblemente la bola se va más allá de la línea lateral, y con ella las aspiraciones de que el zurdo norteamericano remontara el partido y se impusiera por primera vez sobre la tierra batida de Roland Garros.
En ese mismo instante fatídico del golpe fallido, mientras todos veíamos por televisión a Lendl levantar los brazos con la media sonrisa de la incredulidad y a John quedar afligido con el gesto apesadumbrado del desencanto, el cielo se cubrió de nubes negrísimas y un rayo de potencia devastadora impactaba sobre la torre Eiffel arrasando por completo la totalidad de la civilización occidental.
¿Que no os lo creéis? Lo que sucede es que a no se sabe todavía quien se le ocurró en ese momento rebobinar la cinta y dejó que la historia siguiera su curso, ese triste devenir que todos conocemos porque en él pululamos desde entonces. El talento sucumbía frente al tesón. El genio claudicaba ante el esfuerzo. La vocación era derrotada por la rutina. ¡Qué despiadada condena! Ver ese día a Lendl recoger el trofeo significaba asumir, más que el triunfo de la mediocridad, sí la derrota de lo inspirado, de lo brillante, de lo intuitivo, del don. Quedaban cerradas las puertas al imperio de las musas, de lo arrebatado, de la pasión en definitiva. Una vez más, pero ahora ya con tintes de irrevocabilidad (y esto es lo que confiere a este hecho histórico su capital relevancia) lo apolíneo se imponía a lo dionisíaco. Occidente perdía toda esperanza. Comenzaba la decadencia.
1 comentario:
Yo estuve allí.
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