viernes, 30 de abril de 2010

El paraíso era esto


Sería tristísimo finalizar nuestro tránsito terrenal (único del que tengo evidencia suficiente hasta la fecha) lanzando como despedida esta frase a modo de lamento: "El paraíso era esto". Porque, tal y como nos hemos planteado la existencia, no cabe otra inflexión posible para este enunciado. Si alguien lo entona interrogativamente a estas alturas es que es un pobre necio, simple y llanamente, y no he conocido aún a nadie en disposición de aullarlo interjectivamente, ni siquiera yo mismo aunque ganas no me falten.

Estas reflexiones juguetean en mi mente cuando exprimo unas naranjas (normalmente tres) para el zumo del desayuno. La relación entre ambos pensamientos es inmediata, puesto que estoy convencido de que en el paraíso, sea éste lo que sea, ha de haber al menos un naranjo, ya que me cuesta hallar un placer superior al de saborear cada mañana ese jugo recién exprimido.

También suelo pensar, mientras realizo esta tarea de exprimir el fruto, que con poquísimo esfuerzo se obtiene casi todo el zumo, pero aún así, seguimos estrujando denodadamente para obtener las pocas gotas que aún quedan aferrándose a esas últimas fibras aplastadas y que en muy poco aumentarán la cantidad obtenida inicialmente de forma tan fácil.

Menos mal que son sólo tres...


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Nuestro naranjo ha sobrevivido a uno de los inviernos más duros que se recuerdan en Torre del Compte.

El paraíso será eso, contigo, siempre.

jueves, 22 de abril de 2010

Haciendo cuentas


Sabemos que el riesgo cero no existe o, si quisiéramos teorizar sobre él, tendría para los humanos civilizados un coste infinito que, siendo pragmáticos, es como no existir.

Puede darse el caso de que, habiendo un evidente peligro, no haya víctimas, y eso puede deberse al azar (mejor no dejar estas cuestiones en sus manos) o a una buena gestión de las medidas de prevención para minimizar los riesgos.

Hoy escuchaba en la radio que, ahora que parece que quedan dos días apenas para restablecer la normalidad en el tráfico aéreo como consecuencia de la nube de cenizas volcánicas provenientes de la erupción del Eyjafjallajökull en Islandia, habrá que hacer cuentas, en alusión al coste (estimado en cientos de millones de euros diarios) que el parón ha supuesto para la economía no sólo europea, sino intercontinental, y no sólo de las compañías aéreas, sino también del resto de sectores afectados, y lamentándose por estas pérdidas meramente pecuniarias.

Quizás Carlos Herrera, el locutor en cuestión, preferiría haber hecho cuentas de las víctimas de los aviones que hubieran podido caer sobre nuestras cabezas por no poner en peligro la salud de la economía global, algo perjudicadilla ya a estas alturas, todo hay que decirlo. ¡Venga hombre! ¡Por una vez que parece que hemos hecho bien las cosas! Pues sepa usted, señor periodista, que para mí hay una única cuenta verdaderamente importante a hacer, y su resultado es cero pérdidas humanas.

Y que conste que yo estoy siendo un afectado directo, pues los de Amazon.com ya me han avisado de que mis compras de este mes van a llegar con retraso. ¡Habrase visto qué desfachatez! ¡Por no correr riesgos con la vida de unos cuantos pilotos de nada, se atreven a jugar con el buen orden del consumismo mundial!

Y un último apunte ahora en el ámbito de lo doméstico: no sé cómo habrá ido a parar a la frecuencia de Onda Cero la ruedecita del dial de mi radio-despertador, pero tengo que acordarme de moverla de ahí antes de que me amargue otro hermoso desadormecer.

Bueno, y otro más ahora en el ámbito de lo cósmico: me encanta cuando la naturaleza ruge y nosotros no podemos hacer nada más que quedarnos observando, admirando, empequeñecidos y mudos, pero sin contar víctimas, por supuesto.

jueves, 15 de abril de 2010

La montera de Chopin


En cualquier proceso creativo, tan importante como la propia creación es la destrucción, aunque a veces ésta sea mal entendida. El creador ha de saber discernir cuál de sus obras es digna de sí mismo, y desechar las que no lo sean antes de que éstas vean la luz. Esto puede ocurrir en etapas embrionarias de la realización o en meras pruebas y bocetos, lo que acaba suponiendo un ahorro importante de tiempo (o no, que de todo se aprende). Pero en otras circunstancias, no es hasta haber completado el producto cuando el autor se da cuenta de que el resultado no es óptimo o, al menos, del nivel suficiente según las expectativas que él mismo se había planteado. Es entonces cuando hay que saber destruir, sin contemplaciones, y coincidiréis conmigo en que esta destrucción es absolutamente constructiva porque mantiene intacto, e incluso reafirma, el nivel de exigencia en el creador, que en caso contrario iría menguando irremisiblemente con cada concesión al conformismo. De acuerdo con que a veces hay que darse un tiempo, madurarlo, reposarlo, contrastarlo... Pero después de este periodo prudencial y si persiste la duda: ¡destruir! O asegurarse muy bien de que nunca se dará a conocer, que, para el caso, es lo mismo.

En ocasiones, no nos damos a entender porque no usamos las palabras adecuadas, o porque no expresamos correctamente nuestras ideas, o porque los mensajes que lanzamos son confusos, o poco claros, o difíciles de comprender, o incluso a veces, indescifrables. Pero si un tipo nos dice: "Destruid toda la obra que no he querido publicar hasta la fecha" me parece que el contenido intencional es accesible incluso para el más lerdo de los interlocutores, y más si el interesado está apelando a la estima en la que supuestamente se le tiene: "En nombre del amor que me profesáis, por favor, quemadlas todas".

Pues parece ser que los de Chopin, en el momento de expresar el compositor sus últimas voluntades sobre el lecho de muerte, lo eran tanto como para no comprender su deseo manifestado de forma tan inteligible y rotunda. O quizás sí lo entendieron pero decidieron ponerse la misiva por montera y sacarle buen provecho a todas esas obras que hoy conocemos como "Op. posthumous". En la actualidad, a ese grupo de desconsiderados se les tiene unánimemente por héroes, al haber rescatado para la humanidad del afán piromaníaco de su autor, entre otras composiciones, un buen número de Mazurkas, el Preludio en La bemol, el Vals en Mi menor, otras tantas Polonesas, y los Nocturnos en Do sostenido menor y en Do menor.

No me atrevería a decir que éstas sean obras menores, sobre todo si las consideramos respecto al nivel medio de la literatura para piano conocida hasta la fecha, pero sí que están por debajo del nivel de exigencia que Chopin se puso a sí mismo, sin duda altísimo, pero fue por voluntad suya ("tengo demasiado respeto por mi público y no quiero que todas las piezas que no sean dignas de él, anden circulando por mi culpa y bajo mi nombre") y eso hay que respetarlo.

Y así lo hicieron Arthur Rubinstein o Samson François, dos de los más grandes intérpretes de Chopin. Quiero recomendar especialmente sus versiones de los Nocturnos, de los diecinueve que Chopin sí quiso que se conocieran porque, respecto a los otros dos Op. Posth. que acostumbran a completar la integral, ambos quisieron acatar la voluntad del compositor y se negaron siempre a grabarlos o a interpretarlos en público. El conjunto de los diecinueve Nocturnos con número de opus representan a la perfección el postulado estético del músico polaco en este género, y ni sobra ni falta ninguno. El que tenga curiosidad por conocer los otros dos puede escuchar las muy meritorias versiones de Arrau, o de Barenboim, o de Maria Joäo Pires, pero yo me quedo con los diecinueve de Rubinstein de 1965 (el Op. 55, nº2 de 1967) gabados cuando el pianista se acercaba a los ochenta años (registró otras dos series en el 36 y en el 49, igualmente recomendables), no sólo por la calidad de la interpretación, absolutamente excepcional, sino también porque aprecio a los que respetan las voluntades de los demás, ya sean éstas últimas o primeras.

El caso es que el genio de Chopin, después de todos estos años de versiones sobre sus partituras autorizadas y desautorizadas, no se ha visto empequeñecido lo más mínimo por las obras que no fueron destruidas según su deseo y se siguen interpretando y grabando hasta la saciedad. Al contrario: aumenta día a día con cada celebración y en cada homenaje, y hoy es él el que se los pone a todos por montera.

martes, 6 de abril de 2010

Y entonces esa música escogida


Me gusta especular sobre las motivaciones que llevan a un director de cine a elegir una determinada música para una escena concreta de alguna de sus películas.

Ponerle melodía a las secuencias previamente creadas por otro me parece admirable, pero soy de los que se vence ante la música, reconociendo en ella que el poder de sugerir imágenes es mayor que el de servirles de mero (que no simple) acompañamiento. Ha habido genios brillantísimos en lo primero, como Max Steiner, Bernard Hermann, Dimitri Tiomkin y Nino Rota*, o incluso compositores consagrados en otras disciplinas que supieron ponerse al servicio del cine con maestría, como Sergei Prokofiev o Dimitri Shostakovich, pero a mí me gustaría hablar hoy aquí de esa música escogida.

La música está ahí, no diré que toda pero sí la suficiente, y la habilidad del director (en el caso que estoy planteando) consistiría precisamente en saber elegir la adecuada. No quiero decir, por tanto, que la música sea el detonante de la escena, porque entonces se pueden cometer graves errores de interpretación (por no decir de adivinación). Sí se trata, sin embargo, por parte del director, de reconducir el poder de sugestión de la música hacia el terreno que le interese en las secuencias que considere oportunas.

De este modo no es que se obtengan mejores resultados necesariamente, ni que funcione mejor la película; es simplemente que me gusta coincidir en determinadas selecciones, igual que me disgusta cuando pienso que no ha sido acertada la elección. Además, es una opción muy socorrida cuando la producción anda justita de presupuesto (y que me perdonen los compositores de bandas sonoras que bastante mal deben estar pasándolo ya con la que está cayendo).

Pocos lo han hecho tanto y tan bien como Kubrick. "2001, Una odisea del espacio", "La naranja mecánica" o "Eyes wide shut" son paradigmáticas en este sentido, pero voy a citar "Barry Lyndon" porque siento especial debilidad por el Andante con moto del segundo trío para piano de Schubert y cómo lo utiliza el director en tres escenas clave de la película: la calma del balneario donde Barry conoce a Lady Lyndon y su primer acercamiento, sin palabras; cuando se separan y él vuelve cojo a su antigua vida; y en la última escena cuando Lady Lyndon firma los pagarés.

Me encanta la sutilísima entrada de "Sacrificio" de Andrei Tarkovsky con el aria para contralto "Erbarme dich, mein Gott" de la segunda parte de la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach mientras se muestran los créditos sobre detalles de una "Adoración" de Leonardo. Toda una declaración de principios.

Me maravilla la fuga para piano en do mayor de Shostakovich en la escena de "Smoke" de Wayne Wang en la que William Hurt va pasando las páginas del álbum de fotos junto a Harvey Keitel.

Y qué decir del Adagietto de la quinta sinfonía de Gustav Mahler en "Muerte en Venecia" de Luchino Visconti, o del segundo concierto para piano y orquesta de Rachmaninov en "Breve encuentro" de David Lean.

Son muchos los ejemplos, así que, si os animáis, podéis dejar los que se os ocurran en los comentarios, pero os pongo una condición más que yo también he aceptado al dejar los míos: que la música no forme parte de la acción, es decir, que no se esté interpretando en ese momento por alguna orquesta, conjunto o solista como personajes de la película, y que tampoco suene en ningún tocadiscos o reproductor dentro de la escena, pues considero que en estos casos la elección por parte del director no es absolutamente desinteresada. Viene a ser lo contrario de lo que postulaban los de Dogma en sus mandamientos sobre cine respecto a las bandas sonoras.

No serviría, por tanto, la escena del abuelo y la nieta con la novena de Bruckner sonando a todo volumen en el reproductor en "Saraband" de Bergman, de la que ya os hablé hace algún tiempo, ni la de "La muerte y la doncella" de Polanski en la que se interpreta el cuarteto de Schubert en una sala de conciertos y después se hace sonar en un radiocassette, ni la de La mamma morta en "Philadelphia", ni Nessun dorma en "Mar adentro", ...


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* Compositor de memorables bandas sonoras para el cine, pero también de sinfonías, conciertos, óperas, música sacra y cantatas, como bien apunta El buscador de tusitalas en su formidable entrada "El cine de Nino Rota" que desde aquí os recomiendo.