lunes, 22 de febrero de 2010

K 491 en do menor


Si me preguntáis cuál es mi obra favorita de cualquier otro músico eludiría de inmediato la respuesta por razones obvias, pero hay uno del que la tengo muy clara, y no se trata precisamente de un compositor de una sola obra*, sino de Mozart: el concierto para piano y orquesta nº 24 en do menor, K 491.

Podría dar algunos argumentos para justificar esta preferencia (la potencia sinfónica, la pasión soterrada y profunda, la tendencia dramática, el cromatismo arrebatador, las modulaciones atrevidas, los intervalos de séptima disminuida ascendente, y demás tecnicismos que suelen acompañar los manuales y los programas de mano de las salas de conciertos) pero me los voy a ahorrar, pues me parece que ya es mucho decir y, dicho lo dicho, estoy convencido de que el que conozca la obra me conocerá un poco mejor a mí a partir de ahora.

Después de haber escuchado muchas veces este concierto de Mozart, leí que también era el favorito de Beethoven. Sabía que éste había escrito su tercer concierto para piano en la misma tonalidad inspirándose en el K 491, pero no pude acceder a explicaciones más detalladas y personales. Aún así, me alegró pensar que ambos coincidíamos en esta preferencia y sentí que, de algún modo, Beethoven era, a partir de entonces, un mejor conocido mío.

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* No creo que existan compositores de una sola obra, pero esta es la expresión que utilizan algunos manuales de música para referirse a creadores que se han hecho famosos por una composición que se considera que está por encima de todas las demás que hayan escrito, y suelen incluir en esta categoría a autores como Adam, Albinoni, Bruch, Chabrier, Dukas, Glinka, Gound, Leoncavallo, Rodrigo o Villa-Lobos. En la mayoría de casos lo considero no sólo muy cuestionable, sino absolutamente descabellado.

jueves, 18 de febrero de 2010

Oficios, vocaciones y cometidos


Hay cosas que se pueden hacer sin vocación pero sabiendo el oficio, y apenas se nota (quiero decir que apenas se nota que se conoce el oficio).

Por otro lado, también existen las que se hacen con gran vocación pero sin saber el oficio, y entonces se nota muchísimo (quiero decir que se nota muchísimo que se disfruta con lo que se hace).

En el primer caso será difícil que se adquiera la vocación, pero en el segundo será muy fácil que se acabe aprendiendo el oficio.

Yo empecé a ejercer con una gran vocación y con muy poco oficio, pero conforme fui aprendiendo el oficio fui perdiendo la vocación. Lo que no habían logrado los pésimos profesores de la facultad, lo estaba consiguiendo la realidad de la profesión (y no me refiero a aprender el oficio, sino a perder la vocación).

Así que hoy, después de diez años de ejercicio profesional más o menos intenso, me siento sin saber el oficio y sin vocación, y si me apuráis, sin cometido. Creo que definitivamente ha llegado el momento de plantearme (con circunspección, faltaría más y perdón por la media sonrisa) algunas cuestiones.

lunes, 15 de febrero de 2010

La sobriedad del corredor de fondo


Uso aquí el término "sobriedad" en su primera acepción de la RAE según la cual significa moderación y no tanto cualidad del que no está borracho como recoge la tercera y quizás más usada (semánticamente, que no sé yo si en los usos y costumbres).
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Muchas veces me he preguntado si hay vida inteligente en el deporte extremo, y últimamente me inclino a responder con una rotunda negación, y casi con total certidumbre, cuando se plantea la cuestión.

Esto no quiere decir que yo piense que todos los que participamos en carreras de fondo seamos unos descerebrados. Pero de lo que estoy convencido es de que no hace falta tener cerebro para ello, más allá de las funciones puramente mecánicas y motrices, claro. Lo que pretendo manifestar exactamente es que lo intelectivo no es necesario en absoluto en este tipo de pruebas.

Recomiendo practicar deporte, por supuesto. Correr por el campo entre olivos y almendros, con buena climatología, nunca más allá de la fatiga razonable, es un enorme placer y contrastadamente saludable. Hacerlo con moderación es una muestra de inteligencia porque con ello mejoramos nuestra calidad de vida, no sólo como poiesis, sino también como praxis.

Pero llevar esto al extremo, incluso superando los límites de nuestra resistencia (tanto física como mental) en las condiciones más desfavorables, simplemente por el supuesto placer que entraña podérselo contar después a alguien, lo considero una soberana memez.

El atractivo de estas pruebas debe tener algo que ver con el hecho de vencer retos, de cumplir objetivos, de superarse a uno mismo. Pero yo no acabo de verlo del todo claro, y si alguien tiene algún otro argumento favorable en este sentido le agradecería mucho que me lo hiciera llegar cuanto antes. Me ayudará a no ser tan cruel conmigo mismo en estos momentos tan duros para mí, pues he de deciros que el que suscribe estas reflexiones está inscrito el año en curso al maratón popular de Valencia, al Ironman de Lanzarote y a la Quebrantahuesos de Sabiñánigo, ...por ahora.

lunes, 8 de febrero de 2010

Hernández - Serrat, Joan Manuel - Miguel


Después de la entrada anterior sobre Schubert, viene muy al caso esta otra, también de música puesta al servicio de la poesía, ahora que se ha anunciado la publicación de un segundo álbum de Joan Manuel Serrat musicando (e interpretando) poemas de Miguel Hernández: "Hijo de la luz y de la sombra".

Durante una entrevista promocional que tuve ocasión de escuchar se planteó la pregunta: ¿Hasta dónde podría haber llegado Miguel Hernández como poeta de no haber fallecido tan tristemente a los treinta y un años? Y a mí, en ese momento, algo maliciosamente, se me ocurrió pensar en el tiempo que llevaba Joan Manuel Serrat sin ofrecernos nada a la altura de sus obras maestras del llamado lustro de oro (1969-74) del cantautor.

Si nos creemos eso del lustro de oro, Serrat tenía exactamente la edad de Miguel Hernández al morir cuando terminó su periodo más inspirado. Nada de lo que hizo después se acerca, ni de largo, a sus discos anteriores a 1974 o de ese año. Pero tengamos en cuenta que esos álbumes, esas canciones, esas músicas y esas letras (las propias y las ajenas, en castellano y en catalán) son, sin lugar a réplica posible, una cumbre de la cultura de este país.

Muy meritorio es "Res no és mesquí" de 1977, poniendo música a los poemas de Joan Salvat-Papasseit, pero no puede compararse a "Dedicado a Antonio Machado, Poeta" de 1969 o al "Miguel Hernández" de 1972. Y no hablemos de "El sur también existe" con letras de Benedetti de 1985 en el que las musas ya habían pasado definitivamente del Nano.

Algo de interés se puede encontrar, poniendo muy buena voluntad, en algunas canciones de "...para piel de manzana" (1975), "1978" (1978), "Tal com raja" (1980), "En tránsito" (1981), "Cada loco con su tema" (1983), "Fa vint anys que tinc vint anys" (1984) y "Bienaventurados" (1987), pero qué remotamente alejados todos ellos de "La paloma" (1969), "Mi niñez" (1970), "Mediterráneo (1971), "Per al meu amic" (1973), "Canción infantil" (1974) o los ya mencionados dedicados a Machado y a Miguel Hernández.

Desde finales de los ochenta el Noi del Poble Sec ha ejercido el funcionariado musical lo más dignamente que ha podido, que, lamentablemente, no ha sido mucho. Discos mediocres y con escasísimo interés que a uno le da cierto reparo colocar en la estantería al lado de sus grandes creaciones. Vamos a ver dónde acaba "Hijo de la luz y de las sombras". Por lo menos, sabemos ya de entrada que será en un 50% tan bueno como el anterior: el correspondiente a las letras.

Recuperando la pregunta del principio, Serrat ya tenía todo el trabajo hecho a los treinta y uno, igual que Miguel Hernández, igual que Schubert. Lo bueno en su caso es que él después ha tenido la oportunidad de regalarnos un buen montón de años de excelente humanidad. Y yo querría aprovechar la ocasión para, desde aquí, dirigir hacia ella mi admiración y agradecimiento por todas esas canciones que sólo podían florecer en un talento acariciado por el dulce soplo de la inspiración más genial.

jueves, 4 de febrero de 2010

Una noche con Venus...


...y toda la vida con Mercurio.

El hombre que en sus lieder puso como nadie hasta entonces la música al servicio de la poesía, también supo expresar muy hermosamente con palabras su desdicha al quedar marcado por una enfermedad venérea que finalmente acabaría con su vida a la temprana edad de treinta y un años.

"Muchas veces se habrá sentido aterrado a las puertas de la muerte, como si ésta fuera el peor suceso que pudiera ocurrirnos a los mortales. Si solamente dirigiese alguna mirada hacia estas divinas montañas y lagos, de imponente aspecto, estaría menos atado a esta insignificante existencia, y consideraría como una gran fortuna el depender y poder confiar en el inabarcable poder regenerativo de la tierra."

Franz Schubert. Carta a su padre en relación a su hermano Ferdinand, 25 de julio de 1825.

Es, cuando menos, consolador comprobar que él mismo pensara de este modo sobre la muerte, como uno más de sus amigos (en alemán Muerte es Der Tod, sustantivo masculino), tema recurrente en su obra, hoy unánimemente considerada inmortal. Valga como ejemplo inmejorable el lied "Der Tod und das Mädchen" (La muerte y la doncella, 1817) sobre un poema de Matthias Claudius, en el que la doncella se dirige airada a la muerte:

¡Lárgate, ah lárgate!
¡Vete, cruel esqueleto!
¡Soy aún joven, sé amable y vete!
¡Y no me toques!


a lo que la muerte responde serena:

¡Dame tu mano, dulce y bella criatura!
¡Soy tu amigo y no vengo a castigarte!
¡Confía en mí! ¡No soy cruel!
¡Déjate caer en mis brazos y dormirás plácidamente!


¡Qué bien debió comprender Schubert el poema para crear este lied maravilloso sólo con veinte años! La muerte no como devoradora implacable, sino como consoladora. Son las paradojas que el destino guarda para los genios sin olvidar que también son hombres: el hombre que contagiado por una prostituta es enviado a la muerte tras una penosa agonía; el músico que contagiado por la poesía alcanza la inmortalidad.

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No puedo dejar de hacer mención en esta entrada, aunque sea a modo de nota al pie para que no parezca tan larga, de un par de apuntes biográficos que me parecen muy significativos:

Schubert fue uno de los que llevó a hombros el féretro de Beethoven durante su cortejo fúnebre. Después del entierro estuvo en un café con algunos amigos e hizo un primer brindis: "Por el que acabamos de enterrar". Enseguida volvió a alzar su copa: "Por el que le siga". No creo que supiera ya entonces que iba a ser él mismo, pero se puede leer en este segundo brindis un cierto flirteo macabro con su propio destino. Cumpliendo el deseo que había expresado se le enterró al lado de Beethoven en el cementerio de Währing en Viena. Hoy en día es un bonito parque que la ciudad quiso dedicar a Franz Schubert.

lunes, 1 de febrero de 2010

El guardián que enterró a J.D. Salinguer


El jueves pasado falleció Jerome David Salinger a los 91 años de edad. No publicaba nada desde 1963, pero todavía es recordado por "El guardián entre el centeno" (1951), novela corta de iniciación adolescente, anecdóticamente favorita de asesinos en serie y otros descentrados como Mark Chapman, el homicida de John Lennon.

Recuerdo que yo llegué a la novela precisamente siguiendo esa misma pista: Lennon - Chapman - Salinger - Guardián. Me aburrió en la primera lectura (siendo un adolescente desorientado) y me gustó más en la segunda (siendo un treintañero desorientado), pero en ninguna de las dos ocasiones sentí la necesidad de acabar con la vida de nadie, y mira que en la España de entonces había cantantes que sin duda lo merecían.

En una de las pocas entrevistas que Salinger concedió dijo: “Vivo para escribir. Pero escribo para mí mismo y para mi propia satisfacción. No publicar me reporta una maravillosa sensación de paz”.

Supongo que los derechos de autor de su celebrada primera novela también contribuyeron lo suyo en favor de esa paz. Aún así, pienso que publicar algo de vez en cuando no tiene que ser necesariamente perturbador. ¡Cómo se nota que él editó a lo grande y vivió del cuento el resto de su vida!