miércoles, 21 de marzo de 2012

En busca del tiempo perdido


A veces espero que pase alguna cosa. No puede ser de otro modo. Soy incapaz de ni tan siquiera imaginar los días en los que ya no esperaré nada, y no recuerdo que hayan existido momentos así en el pasado. El caso es que siempre sucede algo, aunque sean pequeños cambios en el escenario de la mera existencia. Pero no es de estas mudas insignificantes de las que quiero hablar, sino de aquellos sucesos que afectan de forma determinante nuestro itinerario vital. Sospecho que algo así está a punto de sucederme.

Y no me refiero tanto a que esté dejando el timón de mi destino en manos ajenas (aunque suene vanidoso, sigo pensando que soy yo el que decido sobre mi propio devenir), como a que comienzo una etapa de la que saldré renovado, fortalecido, armado, enriquecido.

Hoy inicio la lectura de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, en la edición de El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial de 1966 con la traducción de Pedro Salinas, la misma que leyó mi padre siendo estudiante y que parece haber guardado para mí hasta ahora que se la he pedido, lo que convierte esos volúmenes en doblemente sagrados.


Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: "Ya me duermo". Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque pensaba que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra...


Algo grande va a pasar.
No me cabe ninguna duda.

martes, 13 de marzo de 2012

No molesten al pianista


Para el concierto que os anunciaba en la última entrada, algún figura pensó que la música de Mompou no era suficiente y decidió añadirle el recitado completo del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz en la voz, escasa pero desagradable, de una supuesta actriz nefasta (lo de supuesta va por actriz, no por nefasta). Lo más sorprendente del caso es que Josep Colom, al que hasta ayer tenía por un pianista serio, se prestara a formar parte de semejante pantomima.

Cuando la música suena, la gente ha de permanecer callada, y esto no tiene nada que ver con el título de la obra: es un axioma fundamental en salas de conciertos, a no ser que la voz forme parte de la partitura. Pero no era el caso. Yo compré mi entrada, e incluso me atreví a recomendar el recital, sin que nadie me advirtiera que se fuera a desvirtuar tan lamentablemente la obra original de Mompou: Música callada utilizada como mero acompañamiento para un repertorio interminable de torpezas escénicas. En ninguna reseña previa a la actuación se mencionaba la presencia de una actriz, ni que fuera a haber una coreografía distinta de la habitual en un concierto para piano, o sea: pianista sentado en una banqueta tocando el piano, ni mucho menos que se fuera a recitar al mismo tiempo que se interpretaba la música.

Al ver dos pianos sobre el escenario ya me pareció raro, pues se suponía que se iba a utilizar únicamente el instrumento Chassaigne Freres que perteneció al compositor y que fue donado por su viuda al Museo de la Música, y ese era uno de los atractivos interesantes de la velada, pero se puede entender que las limitaciones de un piano antiguo al lado de un moderno Steinway & Sons de gran cola inviten a reservar el primero para algunas pocas piezas selectas mientras la mayoría restante se interpreta en el instrumento con mejor sonoridad.

Sin embargo, ver salir a Josep Colom y a su acompañante vistiendo ambos de blanco, especie de chilaba él y camiseta ceñida y amplia falda sobre mallas ella, me pareció mucho más sospechoso, pues iba poniendo de manifiesto que otros elementos, además de la música, iban a intervenir. Mientras sólo fuera una mínima puesta en escena y algo de iluminación y vestuario, sería llevadero, pero la intrusa enseguida comenzó a emitir sonidos que fueron transformándose en los primeros versos del Cántico espiritual, expelidos sin la más mínima gracia, como esas niñas cursis y repelentes en su primera función del colegio, creyéndose las más guapas y listas de la clase.

Si se hubiera quedado en algunos versos intercalados entre las piezas para piano, todavía hubiera podido ser soportable, pero esa última esperanza pronto se desvaneció. Ya en el número tres (Placide) del primer libro, los silencios se alargaban para que tuvieran cabida los versos, y a partir de aquí, voz y piano comenzaron a solaparse, de modo que uno casi deseaba que se sucedieran los pasajes en que la chica se dedicaba a pulular como un pato mareado por el escenario en una danza ridícula, con tal de que mantuviera la boca cerrada.

Supongo que la intención del ideólogo de este despropósito era mostrar a un Josep Colom en el papel de Frederic Mompou en ese momento en que la musa inspiradora se posa sobre el hombro del artista en forma de poema haciendo brotar la música de su interior. Claro, si Mompou había declarado haberse inspirado en algunos versos de ese Cántico, juntemos lo uno con lo otro y el maridaje tiene que funcionar. Pues no señor. ¡No funciona! Hay que entender muy mal esta obra musical para ser capaz de perpetrar un montaje tan desafortunado. La música de Mompou tiene un enorme valor en sí misma a pesar de su sencillez formal. Repito otra vez aquí que el compositor pretendía la máxima expresividad con el menor número posible de elementos. Parece ser que unos cuantos no han acabado de entenderlo, y qué lástima que precisamente algunos de ellos hayan sido los responsables de esta realización.

Yo, personalmente, me sentí ultrajado en mi doble condición de espectador al que no se informó correctamente antes de comprar su entrada, y de admirador de la obra de Mompou al que se le negó la posibilidad de disfrutar (para una vez que se programa el ciclo completo con un buen intérprete) de estas piezas, en silencio o, por lo menos, calladitos.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Música callada, soledad sonora


La noche sosegada
en par con los levantes de la aurora.
La música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

En estos versos del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz encontró Frederic Mompou la expresión de su ideal estético. Y si bien el místico pretendía poetizar la intimidad ferviente que orienta hacia lo sagrado, en sus palabras el músico catalán encontró el calificativo más idóneo para una obra que quería ser la voz del silencio.

Mompou (1893-1987) despreció las modas de su época y se negó a emular a los ídolos de la música moderna tales como Schöenberg y Webern a los que detestaba (sintió siempre una repugnancia instintiva hacia la música germánica en la que identificaba una genuina "fonorrea"). Autodidacta, se dejaba llevar por su intuición, y por ello permaneció más cerca de la música de Fauré, Poulenc y especialmente Satie, otro miniaturista del piano. Se fue forjando una idea de la música basada en su cualidad sonora primigenia, en la pureza del sonido y su resonancia (es interesante señalar aquí que durante su infancia tuvo un papel de referencia la fábrica de campanas de su abuelo materno). La música era para él sonido puro, nada de discurso y mucho menos, por supuesto, arquitectura.

Se definía a sí mismo como hombre de pocas palabras y músico de pocas notas. Consideraba que la audición es interna y la emoción secreta, y que esta última sólo toma forma en los ecos (resonancias, otra vez) de la propia soledad. El atractivo de ese diálogo interior que despierta la escucha de "Música callada" está en lo que se queda fuera. Su minimalismo nace a partir de un lenguaje de silencio. Las frases corren desprovistas de compás, hacia la nada. No encontraremos desarrollos dramáticos en ninguna de las 28 pequeñas piezas que forman la colección (cuatro cuadernos compuestos entre 1959 y 1967), sino gestos interrogantes, sigilosas sendas que nos devuelven a la inocencia musical.

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Existe registro discográfico del propio Frederic Mompou al piano, grabado en 1974 en el Casino de l'Aliança del Poblenou, editado por Ensayo. Aún así, me atrevo a recomendar también las versiones de Herbert Henck (ECM, 1995), Javier Perianes (Harmonia Mundi, 2006) y Josep Colom (Mandala, 1994), junto con un par de curiosidades jazzísticas interesantísimas: "Round About Federico Mompou" de Beirach, Huebner y Mraz (ACT, 2001) y "Música callada" de Couturier, Mechali y Laizeau (Zig-Zag, 2010).

El 12 de marzo en la Sala Oriol Martorell de l'Auditori de Barcelona tendremos ocasión de escuchar la interpretación de Josep Colom en el piano de cola Chassaigne Freres del propio compositor donado por su viuda al Museo de la Música.