Para el concierto que os anunciaba en la última entrada, algún figura pensó que la música de Mompou no era suficiente y decidió añadirle el recitado completo del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz en la voz, escasa pero desagradable, de una supuesta actriz nefasta (lo de supuesta va por actriz, no por nefasta). Lo más sorprendente del caso es que Josep Colom, al que hasta ayer tenía por un pianista serio, se prestara a formar parte de semejante pantomima.
Cuando la música suena, la gente ha de permanecer callada, y esto no tiene nada que ver con el título de la obra: es un axioma fundamental en salas de conciertos, a no ser que la voz forme parte de la partitura. Pero no era el caso. Yo compré mi entrada, e incluso me atreví a recomendar el recital, sin que nadie me advirtiera que se fuera a desvirtuar tan lamentablemente la obra original de Mompou: Música callada utilizada como mero acompañamiento para un repertorio interminable de torpezas escénicas. En ninguna reseña previa a la actuación se mencionaba la presencia de una actriz, ni que fuera a haber una coreografía distinta de la habitual en un concierto para piano, o sea: pianista sentado en una banqueta tocando el piano, ni mucho menos que se fuera a recitar al mismo tiempo que se interpretaba la música.
Al ver dos pianos sobre el escenario ya me pareció raro, pues se suponía que se iba a utilizar únicamente el instrumento Chassaigne Freres que perteneció al compositor y que fue donado por su viuda al Museo de la Música, y ese era uno de los atractivos interesantes de la velada, pero se puede entender que las limitaciones de un piano antiguo al lado de un moderno Steinway & Sons de gran cola inviten a reservar el primero para algunas pocas piezas selectas mientras la mayoría restante se interpreta en el instrumento con mejor sonoridad.
Sin embargo, ver salir a Josep Colom y a su acompañante vistiendo ambos de blanco, especie de chilaba él y camiseta ceñida y amplia falda sobre mallas ella, me pareció mucho más sospechoso, pues iba poniendo de manifiesto que otros elementos, además de la música, iban a intervenir. Mientras sólo fuera una mínima puesta en escena y algo de iluminación y vestuario, sería llevadero, pero la intrusa enseguida comenzó a emitir sonidos que fueron transformándose en los primeros versos del Cántico espiritual, expelidos sin la más mínima gracia, como esas niñas cursis y repelentes en su primera función del colegio, creyéndose las más guapas y listas de la clase.
Si se hubiera quedado en algunos versos intercalados entre las piezas para piano, todavía hubiera podido ser soportable, pero esa última esperanza pronto se desvaneció. Ya en el número tres (Placide) del primer libro, los silencios se alargaban para que tuvieran cabida los versos, y a partir de aquí, voz y piano comenzaron a solaparse, de modo que uno casi deseaba que se sucedieran los pasajes en que la chica se dedicaba a pulular como un pato mareado por el escenario en una danza ridícula, con tal de que mantuviera la boca cerrada.
Supongo que la intención del ideólogo de este despropósito era mostrar a un Josep Colom en el papel de Frederic Mompou en ese momento en que la musa inspiradora se posa sobre el hombro del artista en forma de poema haciendo brotar la música de su interior. Claro, si Mompou había declarado haberse inspirado en algunos versos de ese Cántico, juntemos lo uno con lo otro y el maridaje tiene que funcionar. Pues no señor. ¡No funciona! Hay que entender muy mal esta obra musical para ser capaz de perpetrar un montaje tan desafortunado. La música de Mompou tiene un enorme valor en sí misma a pesar de su sencillez formal. Repito otra vez aquí que el compositor pretendía la máxima expresividad con el menor número posible de elementos. Parece ser que unos cuantos no han acabado de entenderlo, y qué lástima que precisamente algunos de ellos hayan sido los responsables de esta realización.
Yo, personalmente, me sentí ultrajado en mi doble condición de espectador al que no se informó correctamente antes de comprar su entrada, y de admirador de la obra de Mompou al que se le negó la posibilidad de disfrutar (para una vez que se programa el ciclo completo con un buen intérprete) de estas piezas, en silencio o, por lo menos, calladitos.