jueves, 27 de enero de 2011

Unidad de efecto o de impresión


Este es un concepto que definió Edgar Allan Poe en su ensayo Filosofía de la composición haciendo un elogio de la brevedad. Él se refería concretamente a la literatura, pero pienso que su teoría es igualmente aplicable al resto de disciplinas artísticas. Viene a decir que si una creación es demasiado extensa como para ser percibida en una única sesión, pierde el efecto causado por la unidad de impresión, ya que todo aquello que suceda entre cada uno de esos actos de percepción interferirá en la apreciación global de la obra.

Me lo podría aplicar y terminar aquí mismo, pero sería un ademán de presunción hacerlo sin añadir que la brevedad es virtud en el arte, y en casi todo lo demás.

martes, 18 de enero de 2011

El silencio como valor musical


Un tipo algo peculiar me dijo un día que había decidido convertirse en un experto en la obra de Anton Webern. Su argumento parecía convincente: 31 números de opus y poco más de media docena de composiciones no catalogadas, la más larga de las cuales apenas alcanza los quince minutos de duración, y que todas juntas no llegan a las cuatro horas de audición. Se trata de música compleja, sin duda, me explicaba vehemente, pero por más difícil que sea, en total resultan sólo tres CD's, y a base de escucharlos una y orta vez...

¿Y qué hay de Schoenberg, Mahler, Debussy, Wagner, Bruckner, Brahms, Beethoven, Schubert, Haydn o Bach?, le dije. Por supuesto..., Bach, me respondió: la orquestación de la fuga a seis voces de La Ofrenda Musical; el Cuarteto op. 28 con la serie de notas que forman el nombre de B-A-C-H en la notación alemana; sin olvidar a Schubert y la transcripción de 1931 para orquesta de sus Danzas Alemanas para piano.

Me acordé enseguida de un ruso, también muy peculiar, que contaba cómo había pretendido aprender español memorizando un diccionario traductor: "¡Sí, lo tengo todo metido aquí, - decía con marcado acento eslavo señalándose impetuosamente la cabeza con el dedo índice - en el culo!"

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Al anochecer del 15 de septiembre de 1945, Anton Webern, empedernido fumador, salió de casa de sus hijas en Mittersill, donde había tenido que refugirse con su mujer de los bombardeos que las tropas aliadas lanzaron pocos días antes sobre Viena, su ciudad natal y de residencia en aquella época durante el nazismo, para disfrutar antes de acostarse de un espléndido puro que le había regalado su yerno, primer ejemplar semejante que veía desde el estallido de la guerra, sin molestar de esa forma a sus nietos con el humo del cigarro. Un inexperto soldado estadounidense, dicen que confundido y nervioso por el toque de queda y la nocturnidad, disparó tres veces sobre aquella enflaquecida y borrosa figura humana, acabando con la vida del compositor.

Con este episodio absurdo y estúpido (me gustaría pensar que nadie hará de él metáfora siniestra contra la ley antitabaco, y perdón por el guiño a la actualidad) se cierra la biografía de uno de los grandes creadores del siglo XX, singular ejemplo de fidelidad a un credo estético que defendió durante toda su vida, manteniéndose firme ante la incomprensión de la mayoría de sus contemporáneos y de un entorno cultural, social y político ferozmente hostil con los innovadores.

"(...) De una mirada puede hacerse un poema; de un suspiro una narración. Pero expresar toda una novela con un solo gesto, una inmensa alegría con un leve soplo, es algo que únicamente se puede lograr cuando se ha olvidado toda compasión hacia uno mismo (...)".

Arnold Schoenberg, Prólogo a la edición de las Seis Bagatelas para cuarteto de cuerda op.9 de Anton Webern, 1913.

Nunca en música se había llegado a tales extremos de condensación y sobriedad. Nos encontramos ante un cuarteto de cuerda de seis movimientos que en la versión del Juilliard String Quartet de 1970 no llega ni siquiera a los cinco minutos de duración, pero que expresa tanto o más que horas y horas de otros compositores. La utilización del silencio como valor musical, la condensación de células motívicas, la ausencia de tema como tal y la singular importancia concedida al giro interválico, llevan a Webern a reducir la densidad sonora de su música al mínimo. De este modo la textura se hace efímera, insinuada levemente con refinada sutileza, y entre gesto y gesto se hace necesario el silencio como recurso genuinamente expresivo. Este trabajo meticuloso y preciso con las pausas, y la emoción que se otorga a la distancia entre notas, son valores que, habiendo sido secundarios hasta entonces, reclaman ahora todo el protagonismo. Después de esta obra sublime, máximo exponente del pensamiento weberniano, algo cambiará ya definitivamente en la forma de hacer y de escuchar música.

jueves, 13 de enero de 2011

El envoltorio de lo conocido


El ser humano acostumbra a sentirse cómodo transitando dentro del ámbito de lo que conoce, alrededor del cual ha ido formando una coraza, ubicada justamente sobre el lindero que lo separa de aquello con lo que no está familiarizado. Normalmente nos cuesta perforar ese envoltorio, si es que alguna vez llegamos a hacerlo.

Y no me refiero tanto a la separación entre lo verdadero y lo falso, o entre lo sabido y lo ignoto, pues a estas alturas ya deberíamos tener muy asumido que hay mentiras conocidas y que convivimos en concupiscencia con la ignorancia. Estoy tratando de señalar la cierta existencia de diferentes mundos posibles y nuestra manifiesta dificultad para racionalizar algunos de ellos, normalmente los que no son el nuestro. (En esta ocasión hubiera preferido no hacer referencia a conceptos racionales, pero no me ha quedado más remedio que usar este verbo al no encontrar un sinónimo adecuado.)

Me encanta esta escena en la que el velero de Truman, navegando plácidamente después de la tormenta, perfora con la punta del palo de proa ese cielo idealmente azul pintado sobre un casquete semiesférico de cartón piedra. Vertiginosa metáfora sobre aquel límite alcanzado gracias al empeño en un viaje que acometimos sin saber a dónde llegaríamos, pero sí de qué nos queríamos alejar.

Y llegados a ese punto, ser capaces de posar la mano sobre el lienzo extraño y anhelado que ahora se hace tangible; saltar de la embarcación para comprobar que el agua no sólo no nos cubre, si no que ni siquiera nos moja; recorrer el perímetro de esa intersección artificial, a modo de horizonte postizo, sabedores ya de que allí hemos de hallar alguna respuesta al engaño; ascender por esa escalera por fin encontrada que nos conducirá a una puerta que una vez más, no sabremos a dónde da, pero sí de lo que nos separa, y que dejaremos atrás con una reverencia cortés, en forma de simpática y burlona despedida.

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Fragmento comprendido entre 85'20" y 88'05" de la película de Peter Weir sobre el guión de Andrew Niccol "El show de Truman" (1998). Recomendable ahorrarse la parrafada de Ed Harris en el papel de El creador.

lunes, 3 de enero de 2011

Lugares de trabajo I & II


I: Jose Lorente, Barcelona.

- Tablero chapado haya 150 x 80 cm. sobre patas roscadas.
- Ordenador portátil Acer Aspire 1690.
- Flexo articulado con bombilla de 100 W.
- Altavoces autoamplificados Pro2.
- Cinta correctora marca INOX Tape sobre agenda de bolsillo.
- Cool de Chet Baker sobre otros CD's y cartas.
- Informe en impreso tipo COAC y Cédula de habitabilidad.
- Taza portalápices con motivos Homer Simpson.
- La noche de los tiempos dentro de bolsa librería Laie.
- Anotaciones en carta certificada.
- Cuaderno de notas y rotulador Pilot V.5 azul.
- Auriculares y cables USB.
- Bolsa vacía de FotoPrix.
- Impresora en carro anexo.
- El trabajador ausente, haciendo la fotografía.

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El lugar de trabajo ideal es, en mi opninión, aquel que permite alcanzar el nivel óptimo de concentración para desarrollar la tarea propuesta, con unas mínimas condiciones de comodidad y confort.

Yo tendía a mitificar ese lugar de trabajo ideal en su configuración espacial y material, hasta que vi una fotografía de Mauricio Wacquez en el escritorio de su casa de Calaceite, emplazado lóbregamente junto a una ventana con la persiana bajada.

Comprendí entonces que en cualquier labor creativa que vaya a quedar plasmada sobre láminas de pasta de celulosa, se necesita poco más que una superficie aproximadamente horizontal en la que colocar una página en blanco, puerta a ese ámbito idílico en el que adentrarse que es el universo infinito del pensamiento.

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II: Mauricio Wacquez, Calaceite.

- Tablero melamina 120 x 80 cm. sobre caballetes de madera.
- Flexo articulado con bombilla de potencia desconocida.
- Cuadernos y libros diversos colocados en las esquinas.
- Cenicero de cristal negro.
- Bote de pasta correctora marca Typex.
- Bolígrafo, lápiz, goma de borrar y sacapuntas.
- Algunas llaves en un llavero.
- Máquina de escribir sobre book anexo.
- El escritor en su lugar de trabajo, escribiendo a mano.