lunes, 25 de febrero de 2013

Buscando al primer compositor


Somos proclives a mitificar la primera vez: en el amor, en el desengaño, en el éxito, en el fracaso, en el aprendizaje, en los descubrimientos… Al hilo de esa propensión me dispongo hoy a seguir el rastro del primer compositor de la historia de la música. Para ello tendríamos que fijar con claridad, antes que nada, el significado de lo que andamos buscando, para que nadie nos diga, a la vista de lo encontrado, que definimos a posteriori o interesadamente. Daré por supuesto que sabemos lo que es la música y la historia, lo cual ya sé que es mucho suponer, pero no es este el momento de entretenernos con tales disquisiciones. Sí será relevante que nos aseguremos de estar de acuerdo sobre lo que implica el término “compositor”. A bote pronto, lo más sencillo sería decir que es el que compone, el que hace composiciones; pero, relativo a la música, interesa puntualizar que una composición no es un producto cualquiera, sino la técnica y el arte de la creación musical. Y en nuestra búsqueda, las palabras “arte” y “creación” serán determinantes, como formas de expresión de un cierto talento, de una cierta forma de ser y estar en el mundo. Buscamos a un artista, a alguien que ejercita estando dotado para ello. Insistiré en alguno de estos matices, pero no quiero ahora tardar ni un segundo más en emprender nuestro viaje.

Allá vamos.

Cuando Aristóxeno escribe sus Elementos armónicos (ca. 330 a.C.) basándose en los tratados pitagóricos sobre teoría musical, está pensando más en la naturaleza de los sonidos, su lugar en el cosmos, sus efectos y sus empleos adecuados en la sociedad, que en la creación artística propiamente dicha. Así, aunque quizás sea él el primero en llevar los sonidos a un papel (escribir música), no podemos hablar aún de composición.

Resulta evidente (así lo sabemos por los textos y la iconografía en bajorrelieves, mosaicos, pinturas y esculturas) que la música en la antigua Grecia, y después en la Roma imperial, era muy importante tanto en la vida militar, como en el teatro y la religión, siendo parte inseparable del culto a sus dioses. Pero hay que decir que los intentos de recrear en la actualidad la música griega de aquella época, han de sobreponerse, con más imaginación que fundamento, a los enormes vacíos con los que se encuentra el voluntarioso arqueólogo musical. Los fragmentos que se han conservado son escasos y de difícil lectura: algunos coros e himnos que, en las versiones discográficas existentes (y gracias a la osadía de algunos intérpretes) acaban sonando demasiado parecidos a paisanos suyos contemporáneos nuestros. Estoy pensando en Xenakis, ni más ni menos. Espero que esos valientes puedan perdonarme.

La mayor parte de esta música estaba vinculada a acontecimientos sociales que la Iglesia primitiva despreciará años más tarde, lo que acabaría dando lugar a la desaparición de estas tradiciones a principios de la Edad Media. Así, se hicieron todos los esfuerzos posibles no sólo para mantener al margen de la Iglesia esta música que podía corromper a los fieles, sino también para borrar todo recuerdo de la misma. Mientras Roma caía como imperio, la iglesia cristiana avanzaba, no diré que silenciosamente en el contexto de esta entrada. Es difícil calibrar cuánta y cuál de esa música proveniente de Grecia se incorporó a la iglesia cristiana durante los primeros siglos de su existencia, pero no cabe duda que se rechazó de forma definitiva toda aquella que cultivara simplemente el goce artístico, así los tipos vinculados con los grandes espectáculos públicos: festivales, torneos y representaciones dramáticas. El canto de himnos es la primera actividad musical registrada de la iglesia cristiana. Plinio el Joven ya informa de estas prácticas hacia comienzos del siglo II. En la época bizantina se habla de un tal San Romano el Melodo como principal exponente de los kontakion estróficos, una clase importante de estos himnos, especie de elaboración poética de un texto bíblico. Permitidme que no lo tenga en cuenta como candidato a ser nombrado primer compositor de la historia de la música.

Casi todo el corpus de canto llano que conocemos, utilizado en las liturgias de occidente, procede de fuentes basadas en versiones romanas, con añadidos y cambios hechos por músicos y copistas locales. El centro más importante de la Iglesia occidental fuera de Roma fue Milán. Su obispo desde el año 374 hasta el 397 fue San Ambrosio, el primero que introdujo la salmodia antifonal en Occidente. Más adelante el papa Celestino I la incorporó a la misa de Roma. Se trata de un modo de cantar los salmos (canto ambrosiano) en que un solista o lector entona la primera parte del versículo y la asamblea responde cantando la segunda parte. En el 387 San Agustín comenzó a redactar un tratado Sobre la Música, en el que estudia aspectos como el metro y el ritmo, la psicología, la ética y la estética de la música, y aún tenía pensado tratar la melodía. Entre los siglos V y VII numerosos papas se encargaron de revisar la liturgia y la música. En el siglo VI ya existía un coro papal y parece ser que el papa Gregorio I, que ejerció su pontificado entre el año 590 y el 604, intentó regular y normalizar los cantos litúrgicos en un orden que permaneció intacto hasta el siglo XVI, impulsando el movimiento que condujo finalmente al establecimiento de un repertorio uniforme de canto llano para su uso eclesiástico en todos los países, lo que hoy conocemos como canto gregoriano. Entenderéis que tampoco piense en él, ni en Celestino, ni en Ambrosio, ni en Agustín, como el personaje que estamos buscando, pues estos padres de la iglesia mantenían que había que valorar la música en su poder de elevar las almas hacia la contemplación de las cosas divinas, sin detenerse en la idea de que la música podía escucharse únicamente con fines de deleite estético, por mero placer. Así, se trataba de una música al servicio de la religión, sólo digna de ser escuchada en la iglesia, olvidando el disfrute que puedan producir los sonidos bellos.

Boecio (ca. 480-524) fue la autoridad en música más aclamada de la Edad Media. Su tratado De institutione musica (Los principios de la música), fue un compendio de música dentro del esquema quadrivium, de carácter preparatorio, al igual que las demás disciplinas matemáticas, para el estudio de la filosofía. Quiso destacar la influencia de la música  sobre el carácter y la moralidad, como elemento para la educación de los jóvenes, pero siempre como objeto de conocimiento antes que acto creativo o expresión del sentimiento. Tampoco será este nuestro hombre.

Otros nombres me vienen a la mente en esta búsqueda, repasando la discografía disponible de música antigua: Hildegard von Bingen (1098-1179) aún en el canto llano, con sus secuencias poéticas o con el Ordo Virtum (Las virtudes, ca. 1151), drama musical sacro no litúrgico; Léonin (ca. 1135-1201) ya en una polifonía incipiente en dos partes, con sus graduales, aleluyas y responsorios para el año eclesiástico completo llamados Magnus liber organi (El gran libro del organum) del que forma parte el conocido Viderunt Omnes, que toma para la voz grave una frase de canto llano preexistente y le superpone una segunda voz solista; y Pérotin (1180-ca. 1207) que con su organum continúa la labor de Léonin en la alternancia de canto al unísono con secciones polifónicas, ahora enriquecidas a tres y cuatro voces. Poco se conoce de sus vidas, pero por los escasos datos que nos han llegado de sus biografías y por lo que se desprende de sus obras, se me hace difícil pensar que alguno de ellos sea merecedor de ser considerado el primer compositor (o compositora en el caso de Hildegard) de la historia de la música, siempre que queramos hacer justicia al significado de esta denominación.

Los cantos elaborados, los grandes coros, los instrumentos y la danza se asociaban con los espectáculos paganos, quedando excluidos de los oficios religiosos. Pero había más música a parte de la eclesiástica, por supuesto. La notación musical no aparece hasta el siglo IX en Europa occidental. Esta es la gran dificultad con la que se encuentra el estudioso: la falta de fuentes escritas. La notación medieval es deficitaria en signos comparada con notaciones posteriores. Así, la interpretación de las obras es problemática. Además, se centra en una pequeña parte del repertorio musical. La música tradicional, de diversión o canto popular, no interesa al anotador y queda confiada a la transmisión oral. La memoria juega un papel importantísimo en estas tradiciones: la obra que no se memoriza se acaba perdiendo. Sólo podemos hacernos una idea de este repertorio por las huellas que ha dejado en el arte culto. Los ejemplos más antiguos de música profana que se han conservado son canciones con textos en latín: canciones de goliardos, entre los siglos XI y XII. Los goliardos eran estudiantes y clérigos de vida irregular, mendicantes que se movían de una escuela a otra en los tiempos anteriores a la fundación de las universidades permanentes. Vivían como vagabundos y los temas de sus textos están inspirados en el tridente de los intereses juveniles de su época (quizás también de alguna otra más reciente): vino, mujeres y sátira. El espíritu de estas obras es mordaz e informal, como se desprende de las diversas muestras recogidas en los manuscritos de Carmina Burana.

Quienes cantaban las canciones de gesta y otras formas profanas en la Edad Media eran los juglares o ministriles, clase de músicos profesionales de los que se tiene primera constancia hacia el siglo X. Se trataba de marginados sociales que erraban solos o en pequeños grupos, ganándose un precario sustento con el canto, la ejecución instrumental, la prestidigitación y la exhibición de animales amaestrados. No eran poetas ni compositores en el sentido que le damos hoy en día a esas artes. Cantaban, tocaban y bailaban al son de canciones compuestas por otros o tomadas del repertorio popular.

Sí podemos considerar que están cerca de lo que estamos llamando “compositor” los trovadores. En el Medievo, trovador era todo aquel que escribiese o compusiese algo, pero la sustancia poética y musical de estas composiciones (canciones) a menudo no es profunda, a pesar del ingenio y variedad de las estructuras formales empleadas. Una de las acepciones de “trovar” en esa época es ponerle letra nueva a una melodía existente. La transmisión de estas obras se hacía de forma oral y pocas veces quedaban por escrito. Se han conservado unos 2.600 poemas trovadorescos y alrededor de una décima parte de sus melodías. En la mayoría de casos cuesta identificar la autoría. El último y más grande de los troveros (trovadores del norte de Francia) fue Adam de la Halle (1237-1288), autor de Jeu de Robin et Marion hacia 1284, obra teatral musical conocida como pastorela, balada a modo de diálogo entre caballero y pastorcilla, normalmente adaptaciones de material popular. En esta línea también encontramos al trovador Bernart de Ventadorn (ca. 1150-ca.1180), autor de una de las canciones que mejor se ha conservado, titulada Can vei la lauzeta mover.

Con estos autores (goliardos, juglares y trovadores) creo que nos hemos aproximado bastante, pero algo me dice que tenemos que seguir buscando, sin ánimo de despreciar a estos creadores de géneros menores. Ya sé que, en cierto modo, puede parecer despectivo el mero hecho de etiquetarlos así, pero no olvidemos que estamos buscando al primer compositor de la historia de la música, y tenemos que ser tan exigentes en el análisis como respetuosos con la terminología. Admiro profundamente a algunos de ellos, pues son lo más parecido a nuestros cantautores actuales, pero se mueven en un ámbito distinto al de los grandes creadores en donde hemos de encontrar a nuestro compositor. Este no puede ser un cantautor, insisto: con todos los respetos.

Aún en el siglo XIII encontramos a ciudadanos cultos de clase media que comenzaron a cultivar el arte de los troveros. En Alemania fueron los Minnesinger, que luego serían los Meistersinger que Wagner retrataría en su ópera Los maestros cantores de Nuremberg. En Inglaterra también hubo una vida musical muy rica, pero son muy escasas las muestras que se conservan. Sí disponemos en España de más de 400 cantigas monofónicas (canciones en alabanza de la Virgen) en una colección de manuscritos compilados entre 1250 y 1280 bajo la dirección de Alfonso X el Sabio. Contemporáneas de estas eran las laude en Italia, cantadas en procesiones de penitentes, o las canciones de flagelantes. ¿Alguien se atreve a sacar de aquí a nuestro primer compositor? Yo tampoco.

Se hace imprescindible un cambio de escenario que facilite, en lo social y en lo intelectual, un modo de vida en que nuestro compositor florezca. Durante el siglo XIII se empiezan a notar los síntomas de este viraje hacia una filosofía universal que separe la razón de la revelación, lo humano de lo divino, los estados políticos del reino de Dios. De este modo se asentaron los cimientos ideológicos de la escisión entre la religión y la ciencia, y entre la Iglesia y el Estado. El mundo de la música no permanecerá ajeno a estos cambios. Ars Nova (arte nuevo o técnica nueva en oposición al arte antiguo: Ars Antiqua) será el tratado escrito hacia 1322 por Philippe de Vitry (1291-1361). Con este término se designará el estilo musical imperante en Francia durante la primera mitad del siglo XIV, siendo los músicos de la época,  al amparo de esta nueva corriente, plenamente conscientes de estar abriendo sendas en un territorio inexplorado. Se comenzó a producir mucha más música profana que sacra. El motete, proveniente de la música sacra, emergerá como forma musical adquiriendo características profanas. Algunos de los más antiguos conservados pertenecen a este tratadista, pero me resisto todavía a otorgarle a Philippe de Vitry, obispo de Meaux, el título de primer compositor. Sus escritos (Ars contrapunctii, Liber musicalium y el ya citado Ars nova) revelan su importancia como teórico, pero su obra musical, incluso aceptando que influyó notablemente en músicos posteriores, carece de la enjundia que deberíamos exigir a las creaciones de nuestro primer compositor. Son cinco los motetes polifónicos de su autoría que se incluyen en el documento musical más antiguo de la Francia del siglo XIV que se conserva, el Roman de Fauvel, un manuscrito que data de 1310-14. Se le atribuyen muchas más, pero de forma espuria. Escaso bagaje para quien ha de ocupar lugar tan insigne.

No buscamos a alguien que apunte maneras, sino a un dominador de la técnica y del arte de la creación musical, y si hay un artista que llevó ese nuevo arte a su máximo esplendor fue Guillaume de Machaut (ca. 1300-77). Su obra conocida incluye numerosas baladas, rondós, virelays, lais y motetes, todos ellos con un contenido musical altamente refinado en el que se ponen de manifiesto los logros del nuevo estilo con ingenio y maestría a partes iguales. Sus composiciones sacras sólo constituyen una pequeña parte de su producción total, pero si Machaut ha trascendido como un pionero ha sido gracias a su Misa de Notre Dame. A partir del siglo XII hubo numerosas críticas por parte de la iglesia en contra de la música compleja (polifónica). No se quería convertir la misa en un mero concierto y no querían que la ornamentación oscureciera las palabras de la liturgia. La Messe de Notre Dame, compuesta antes de 1365, es la composición más antigua del ordinario de la misa (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus Dei y el añadido Ite missa est) debida a un único compositor. Antes existieron algunos pocos ciclos anónimos, más o menos completos. Pero la misa de Machaut destaca por su unidad, sus dimensiones, por el control de la consonancia y de la disonancia en una textura a cuatro voces y por sus estructuras cuidadosamente estudiadas. Se aprecia claramente una coherencia (de enfoque y estilo) que mantiene integrados los movimientos, lo cual no había sucedido nunca hasta entonces, por haberse tratado como elementos independientes, normalmente tomados de diferentes fuentes a modo de selección, lo que daba lugar a combinaciones fortuitas. Por fin nos hallamos frente a un compositor que homogeniza el material temático para darle solidez a la obra, guardando entre las diferentes partes una estrecha relación musical. La propia creación se convierte en importante por sí misma, no por formar parte de un acto a modo de mera herramienta. La música no se pone al servicio de un estamento superior (si lo hubiera), relegando al músico a un papel de simple intermediario, sino que es el artista el que ofrece su talento a la música para que esta tenga valor por sí misma. El Así sea de casi dos minutos de su Credo, llevando al límite la filigrana melismática a cuatro voces, no creo que fuera escrito para adorar a nadie más que a su propia creación, buscando la admiración y el regocijo de los amantes de la música de su época y de las épocas posteriores. De otro modo hubiera bastado con el par de sílabas latinas del Amen al uso, en voz única y unívoca.

Aquí os dejo una de la mejores versiones que existen de la Misa de Notre Dame, a cargo de The Hilliard Ensemble.

En la bibliografía especializada encontraréis los nombres de otros músicos que con anterioridad a Machaut prudujeron sus obras musicales (Léonin, Pérotin, Hildegard von Bingen, Adam de la Halle, Philippe de Vitry…) pero una neblina de incertidumbre envuelve el análisis que podamos hacer de esas obras y de esos autores. Yo apelo a un tipo determinado de músico creador: el compositor al que nos hemos referido al principio tratando de definirlo. Sirva como muestra de ese carácter distintivo la palabra de Hildegard von Bingen: “Yo no hablo estas cosas de mí, sino de parte de la luz serena”; frente a la de Guillaume de Machaut: “Mi fin es mi principio y mi principio mi fin”. Este último es, ya no me cabe la menor duda, el tipo al que buscábamos. Guillaume de Machaut es el primer compositor de la historia de la música.

martes, 12 de febrero de 2013

Con "V" de Victoria


Después de Altamira, todo parece decadente.
Pablo Picasso.

Si una frase semejante pudiera pronunciarse en el ámbito de la música, esta sólo tendría sentido referida a Tomás Luis de Victoria, la mayor figura de la música española de todos los tiempos y, por qué no decirlo (continuando con la dialéctica del atrevimiento), de la historia de la música occidental. No simplemente otro de los nuestros: El Nuestro.

Seguramente su obra más perfecta sea el Officium defunctorum. Cuando uno escucha su Misa Pro Defunctis a seis voces, en él incluida, perteneciente a su periodo final y publicada en Madrid en 1605, siente que se halla frente a una experiencia sonora de una belleza absolutamente insuperable. Transcribo la apasionada opinión que de la obra expresa el musicólogo Samuel Rubio, encargado de su edición en 1977: "...es como un impulso, una chispa que se inflama en el primer compás y perdura con el mismo destello, con el mismo fuego, como si de una corriente eléctrica se tratara, hasta el acorde final. (...) Esta savia vivificadora no es tan sólo de orden espiritual y religioso; es también de orden musical, técnica y estilísticamente, fundiéndose ambos elementos, a modo de alma y cuerpo, de forma y materia, en tan apretado y estrecho maridaje que da como fruto la más vigorosa, impresionante y estremecedora fuerza expresiva, que de modo irresistible se comunica a los oyentes a semejanza de fluido eléctrico, vital".

Sabemos que en los últimos 15.000 años ha habido pintores que han creado obras geniales, incomparables en técnica y belleza, pero entendemos perfectamente lo que quiso decir Picasso con su famosa frase en relación a las pinturas rupestres de Altamira. Entendedme también vosotros a mí si ahora digo que después de Tomás Luis de Victoria todo parece pueril, incluso sabiendo, como sabéis, que he admirado, admiro y seguiré admirando a unos cuantos compositores colosales de los últimos quinientos años.

Por si os apetece escuchar una versión impecable del Coro del St. John's College de Cambridge dirigido por George Guest en 1968.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Más de los nuestros


Antonio Soler nace en Olot (Girona) el 3 de diciembre de 1729.
Alicia de Larrocha nacerá en Barcelona el 23 de mayo de 1923.

Antonio Soler comienza estudios de música en el Monasterio Benedictino de Nuestra Señora de Montserrat, donde entra como escolano a los seis años. A esa misma edad, Alicia de Larrrocha dará su primer concierto en la Exposición Universal de Barcelona de 1929.

En 1757 Antonio Soler pasa a la Orden Jerónima y profesa en el Monasterio del Escorial, siendo alumno de Domenico Scarlatti. Alicia de Larrocha será discípula de Frank Marshall, que a su vez lo fue de Enrique Granados. En la Academia Granados conoce a Arthur Rubinstein y a Alfred Cortot.

El Padre Antonio Soler enseña y actúa como primer organista y director del coro en el monasterio. En 1954 Alicia de Larrocha protagonizará una gira por Estados Unidos con la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles y se consagrará internacionalmente.

El Padre Antonio Soler compone en una celda la música para los oficios religiosos y más de doscientas sonatas para clave destinadas a su discípulo el Infante Gabriel de Borbón, hijo de Carlos III. La reconocida estrella Alicia de Larrocha dará miles de conciertos por todo el mundo y en 1967 grabará al piano para EMI algunas de estas sonatas.

Antonio Soler fallece en San Lorenzo de El Escorial el 20 de diciembre de 1783.
Alicia de Larrocha fallecerá en Barcelona el 25 de septiembre de 2009.


No sé si es posible apuntar paralelismos destacables (a parte de los evidentes) entre las vidas de estas dos grandes figuras de la música española, pero está claro que sus biografías, al menos, convergen en esas sonatas que el compositor crea de forma tan genialmente inspirada y la pianista interpretará de modo tan superlativamente magistral. Una de las cumbres de nuestra cultura, FYI.

Aquí os las dejo por si no las encontráis en vuestra tienda de discos habitual.