Me gustaría oír a alguien hoy hablando de "cambio climático", y más después de haber visto ayer la ciudad de Barcelona a través de las copas nevadas de los árboles del Tibidabo. Esa expresión me ha parecido siempre una muestra clarísima de la soberbia de la especie humana, que además resulta muy útil a nuestros mandatarios como vil estrategia para tenernos atemorizados por las consecuencias devastadoras de los usos y costumbres en los que hemos sido educados (por ellos mismos) a modo de pecado original. Pero no nos dejemos engañar: cualquier atentado que pensemos que podemos hacer contra el planeta Tierra éste lo recibe con agrado, porque lo único que estamos consiguiendo es hacer el medio más inhóspito para el propio ser humano. ¿Le importa mucho a la Tierra un par de metros arriba o abajo el nivel de los mares, o algunos cientos de kilómetros de más o de menos en la capa de ozono, o unos grados más caliente o más fría la temperatura media anual? Me temo que no. La Tierra se ríe de esas preocupaciones humanas y piensa para sí: "¡Seguid! ¡Aniquilaos a vosotros mismos y libradme de vuestra plaga! Yo seguiré girando sobre mi propio eje y alrededor del sol como he venido haciendo los últimos cuatro mil quinientos millones de años, y si dentro de unos pocos me da por pensar en esa especie miserable que se denominaba a sí misma Homo Sapiens, me estremeceré lo mismo que hubieran podido estremecerse ellos por el estornudo de una hormiga".
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