Cuando sentí la llamada urgente de la escritura pensé que había leído poco. Hice entonces una lista con los títulos que a través de diferentes fuentes consideré fundamentales dentro de la literatura hispanoamericana: Cien años de soledad, La ciudad y los perros, Rayuela, La muerte de Artemio Cruz, El túnel, Pedro Páramo, El obsceno pájaro de la noche... Me propuse no escribir nada hasta haber digerido bien estas obras, entendiendo que era necesario hacerlo como parte de la formación del escritor. El empacho fue monumental, y no por las obras escogidas, que son magníficas todas ellas (no hace falta que yo lo diga), sino por un error de concepto en mi estrategia. Olvidé en gran medida el placer de la lectura y me obstiné en extraer de los textos todo lo que tuvieran de aleccionador que pudiera servir a mis aspiraciones de literato. ¡Fracasé estrepitosamente! En esos textos hay arte, belleza, talento, genialidad, sabiduría y además suponen un enorme disfrute para todo el que a ellos se acerca, pero no han de tomarse como manuales didácticos porque entonces el desengaño es lamentable.
Entiendo que leer ha de servir para que la vida sea más placentera, y es en las vivencias (ya sean placenteras o no; ya sean propias, ajenas o inventadas) donde el escritor encuentra la materia prima para su labor. Leer puede ser una parte muy importante de estas vivencias, sin duda, pero la lectura enriquece la vida del escritor tanto como la del músico o la del pintor, y cada uno ha de ser capaz de extraer de ellas lo que después plasmará en sus creaciones.
Queda conmigo el goce personal experimentado al leer la prosa cautivadora de Juan Rulfo, pero creo que para la eterna formación del escritor se aprende más de una tarde de domingo en la solitaria espera junto al teléfono de esa llamada que no llega.
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